Se nos va la vida en romper y recomponer. Ya lo hacen con sumo placer los niños y lo practican sin cesar los adultos. Algunos, los mejor dotados, también construyen: son los que pasan a la Historia y a los que debemos un recuerdo y un homenaje. Por esa razón estoy en Vianden. Por eso y por haber nacido en Guadalajara, crecido en Guadalajara y por seguir viviendo y trabajando en la Guadalajara de España, que en nada se parece a la de Jalisco.
Entre Vianden y Guadalajara hay un lazo invisible que las une, un hilo finísimo que no se rompe ni aun con el paso de los siglos, del XIX al XXI. En Cogolludo, cada año lo recuerdan, aunque de otra manera.
A los que nacimos en Guadalajara con abuelo curioso y algo leído nos tocó en suerte tener quien nos contara historias. De esas, una recordaba las andanzas de un niño francés, llamado Víctor, correteando por el Palacio del Infantado en 1811. Su padre, el general Hugo, a punto ya de ser conde con la firma del rey José I de España (Bonaparte y «Pepe Botella» a partes iguales) era un destacado militar del ejército invasor que hacía lo que podía para echar de la Alcarria a Juan Martín, «El Empecinado».
A uno, naturalmente, le habría gustado que esa escena fuera cierta y que el genial novelista, el orondo francés, el amante incansable, el revolucionario impenitente hubiera sentido los primeros destellos de su genialidad bajo el brillo de la piedra dorada de ese palacio alcarreño, cuando las puntas de diamante relucen bajo el sol de Castilla e incluso cuando nos arañan el alma al pasarlas en una mañana de niebla invernal.
Lo más probable es que el chaval, a sus 9 años, aprendiera a jugar a la dola en el patio de los Escolapios de Madrid, donde le pusieron a estudiar a resguardo de las escaramuzas bélicas. Puede que nunca pisara Guadalajara. Quizá no. O quizá sí.
De las dudas nos sacan las ruinas. Sobre todo, las que provocan las guerras.
El Palacio del Infantado terminó cayendo incendiado en 1936 bajo las bombas alemanas compradas por Franco a Hitler. Victor Hugo recorrió en primera persona y entre olor a pólvora todo el siglo XIX francés, hasta empaparse de la Comuna y tener que ponerse a salvo, más allá de la frontera. Las libertades que hoy tenemos, y muchos de nuestros derechos, crecieron entre los adoquines arrancados de París, sobre todo en los parapetos improvisados de la Plaza Clichy, tan cerca de Montmartre y tan lejos de los turistas que visitan el Moulin Rouge y lo ignoran casi todo, por creerlo innecesario.
Y sin embargo, los detalles cuentan.
Entre Francia, Bélgica y Alemania hay un país, llamado Luxemburgo. En el norte de Luxemburgo hay una ciudad llamada Vianden, con un río y un castillo. Al pie de ese río y frente al castillo, aún hoy se mantiene en pie una casa. Desde allí, oteando por una ventana de la primera planta, Víctor Hugo veía cada día, durante buena parte del día, las ruinas imponentes de la vieja fortaleza. Es ahí donde estoy ahora y ahí está el motivo de que escriba todo esto: rompemos, recomponemos y a veces, sólo a veces, construimos.
Víctor Hugo se dejó acoger aquí entre el 8 de junio y el 22 de agosto de 1871. Lo cuenta muy bien el amoroso museo en que han convertido el edificio, con su planta baja y sus tres pisos dedicados al gran hombre. Es el número 37 de la Rue de la Gare, todo sea dicho para los lectores más despistados.
A poco que andemos por aquí, cruzaremos por el puente que desde su imagen de piedra protege San Juan Nepomuceno. No siempre anduvo fino el santo en su trabajo: los alemanes hicieron volar el puente en la última guerra, como también has podido ver que ocurrió en la bella y cercana Dinant; allí sobre el Mosa, aquí sobre el Our.
Te despides de Víctor Hugo, de su recuerdo y de su ventana, no sin antes sospechar que el carácter de aquel hombre tal vez era el de aquella mujer que fue su madre: una bretona tirando a infiel, que le puso a su hijo más pequeño el nombre (¿sólo el nombre?) del amante por el que abandonaría a su marido en 1815, perdida la guerra en España, perdido el Imperio napoleónico y, por lo que se ve, perdido a un tiempo el amor y el interés.
Para escapar de la melancolía de las viejas anécdotas, aunque sean risibles como esa, lo mejor es echarse a andar un rato y buscar un telesilla de secano, sin nieve. Montando en él podremos reír un rato y, sobre todo, acercarnos cómodamente hasta el castillo de Vianden, el mayor atractivo turístico de la comarca.
Para que esta belleza que se alza ante nuestros ojos fuera realidad se necesitó que en 1977 la familia Gran Ducal renunciara a la propiedad de las ruinas, herencia familiar por la parte del legado de la casa de Nassau. Con la donación llegó rápidamente la restauración a cuenta del Estado, con respeto a las formas originales y con un planteamiento entre didáctico y festivo que agrada por igual a todos los miembros de las muchas familias que lo visitan. Un consejo prudente: si el día está de lluvia, mejor no use el telesilla, puesto que el camino hasta el castillo se pone resbaladizo, una senda con piso de pizarra bastante montaraz que, curiosamente, forma parte de este tramo del Camino de Santiago, a miles de kilómetros de Compostela.
Una vez dentro del castillo, déjese llevar. Por apenas 2 euros tiene a su disposición una audio guía en español dulcemente latino, que le orientará adecuadamente, paso a paso. Así, podrá descubrir que lo mejor conservado del original fue siempre la recia bodega, construida a prueba de siglos, como corresponde al lugar donde se almacenaban los víveres. O que una bordadora te asalta en silencio en el penúltimo recodo, después de haberte sorprendido otros con la recreación de la vida cotidiana de hace siglos. También comprobarás que la capilla ha recuperado, sin falso pudor, el colorido despliegue del original. Calcularás cuántos constipados pudo provocar en los señores del castillo una galería tan mediterránea como la que dispusieron para imitar la arquitectura italiana, abierta a los vientos centroeuropeos, no siempre amables. Pensarás, por un momento, en los que sufrieron el cepo y algunas otras incomodidades de la antigua justicia. Y puede que desistas de intentar entender la complicada historia de la dinastía ducal.
Son detalles. Ridículos o relevantes, amenos o aburridos, sorprendentes o reconocibles: eso deberá decidirlo cada viajero, que para eso cada cual nos echamos al camino. Como hizo un francés llamado Víctor y apellidado Hugo, para poner su vejez a salvo peregrinando por media Europa.
Casi, casi, como ahora hacemos los demás, con menos razones pero con parecido alivio.