Yo estuve allí. Exactamente, en el año 28 A.C. (Antes del Coronavirus, la nueva era que se abre ante nosotros). Entonces todos éramos jóvenes y felices, organizábamos Juegos Olímpicos, creíamos en Felipe González y queríamos conquistar ese mundo que se nos ha deshecho entre las manos.
Ella también estaba allí.
De vuelta del Taj Mahal, el autobús de los turistas pasó por un conjunto de chamizos que eran palacios. No figuraban en ninguna guía, pero tenían sus puertas abiertas junto al cauce del Yamuna. Una hilera de dos decenas de chabolas y solo una iluminada.
Ella estaba allí, en el quicio de la mancebía, sin nadie que le cantase una copla, esperando a alguien, al que aún no llegaba.
En el autobús, los catalanes pontificaban en catalán; las riojanas reían con la risa de las solteras entradas en edad; el alcarreño callaba y miraba. La miraba a ella, guardiana de su palacio: desde el exterior se apreciaba la fastuosidad de la gran cama, la luz amarilla que acariciaba lo que parecían brocados, las alfombras…
Quedaría bien escribir que ella te miró, pero no lo hizo.
La joven se mantenía a la izquierda de la entrada, impávida, sin ninguna expresión en el rostro. Dirías que era hermosa. Esperaba.
Y el autobús arrancó, camino de tu hotel de cinco estrellas.
El Taj Mahal y la soberbia
Enfrente, con el río por medio, se alzaba ya casi entre penumbras el Taj Mahal. Cualquiera debería intentar ir a verlo: es lo bastante grande e imponente como dejar empequeñecidos a los cientos y cientos de visitantes que te acompañan en el recorrido, hasta casi hacerlos desaparecer.
Hay que agradecerle a Shah Jahan I que fuera tan sanguinario y codicioso como para disponer de tantas riquezas. Sin ellas no habría podido levantar ese mausoleo para su favorita. Hay que agradecerle a Shah Jahan I que no fuera tan sanguinario y codicioso como para levantar su propio mausoleo, el que debía ser de mármol negro. Gracias a todo esto, pagas tu entrada y desde los soportales puedes quedarte atónito ante lo que ves. La misma imagen mil veces repetida es nueva cuando la disfrutas con tus propios ojos.
Al caminar por los jardines, tus pasos te van descubriendo un nuevo Taj Mahal. Deja a un lado el griterío de los niños y de sus madres y emociónate al ver cómo a cada zancada se van perfilando sobre la piel del edificio los más finos encajes que cabría imaginar. Es un templo florido, con un sepulcro en su interior. No es preciso ser un romántico para disfrutarlo.
Historias de supervivencia
En realidad, el mejor modo de entender todo lo que ves en un viaje por el Rajastán, por la India o por el mundo está en las páginas de Elías Canetti. El judío búlgaro de lengua alemana y oriundo de Cuenca deja escrito muy por lo claro el mucho temor y el inmenso derroche de odio que alentó las relaciones entre Shah Jahan con su padre Yahanguir y las de este con su abuelo, el gran Akbar; como las de Aurangzeb con su padre y así hasta llegar al hijo de aquel, Azam Shah. Fue como «Dinastía», pero de verdad y en mogol. El escritor lo explica por el afán de supervivencia que a todos nos alcanza. Quizá sea así. Y de pensarlo, estremece. Sobre todo cuando, entretenidos por esos tan poco edificantes sentimientos, cada generación consigue hacerlo peor que la precedente.
Entre las muchas visitas obligadas en Agra figura la del fuerte de la ciudad… donde Aurangzeb recluyó a su padre hasta que murió. Impresionante es la fortaleza, en sus rojizas dimensiones; dentro, a uno le quedan ganas de quedarse sin prisa, recorriendo las lujosas estancias del Khas Mahal, una caja de música sin más música que el chillido de los pájaros sobre el Yamuna.
Si el viajero puede permitírselo, conviene no volver a Europa sin pasar antes por Aurangabad, que tiene sorpresa.
En la ciudad levantada a mayor gloria de Aurangzeb, el hijo canalla de Shah Jahan, su nieto Azam Sham mandó levantar una copia del Taj Mahal. Y quien se encargó fue el hijo del arquitecto de la maravilla de Agra. Frente al derroche de mármol y filigrana del original, en la imitación de Aurangabad puede más el estuco y una sensación de decaimiento y fracaso que termina por llenarte la boca de un cierto amargor. Pero de eso también se aprende, o debiéramos aprender en el año 1 D.C.