No nos guardemos nada para el final y desvelemos el mejor misterio de Lieja desde el mismo comienzo de este reportaje: estamos ante una ciudad para vivirla. Lo compruebas al poco de dejar las maletas y lanzarte a la calle para estirar las piernas. Lo ratificas cuando hablas con estos valones satisfechos de ser belgas. Te reconforta cuando balbuceas en francés y te recompensan con una sonrisa de agradecimiento y complicidad, como si los dos os conociérais de toda la vida… o a través de todas las vidas que encierra la historia de esta milenaria capital.
Ya que hemos decidido no guardarnos cartas en la bocamanga y hacer nuestra apuesta desde la primera mano, vamos a descubrir Lieja en sus detalles sin esperar a nada más.
Si acude el lector a cualquiera de las guías que tanto abundan, comprobará las muchas visitas de precepto que encierra la ciudad, por más que la Revolución Francesa entendida al modo liégeois literalmente acabara con la vieja catedral. Como no andaban escasos ni de obispos ni de iglesias, encontraron pronto un templo con el que sustituir al demolido por el furor revolucionario.
Con el correr de unos pocos años más, incluso nacería Bélgica como país (en 1830) y le llegaría a Joseph Geefs el encargo de una estatua para el púlpito de la catedral de San Pablo. Lo que salió de su taller no gustó al episcopal cliente, que lo consideró de tan suave y andrógina belleza que podía conmover el espíritu de las adolescentes e incluso el de algunos varones. Para enmendarlo, le ofrecieron el contrato a su hermano Guillaume, también afamado escultor y que insistió en la idea del «angel caído», pero en nada parecido al posterior del Retiro madrileño… y superando en mucho el atractivo carnal de la figura a la que sustituía. Y ahí lo seguimos teniendo: al pie de la doble escalera que da acceso al púlpito, acreditando lo difícil que resulta no pecar de pensamiento ante Lucifer, por arrepentido que éste aparente estar. En pocos lugares hallarás tanto aprecio por el arte y tanta tolerancia hacia los humanos como para que desde hace siglo y medio el diablo te enamore castamente bajo las arcadas de un templo católico.
No es esa la única grandísima escultura que merece el mínimo esfuerzo de localizar y admirar en la catedral. Justo en la entrada, el visitante se dará de bruces con el Cristo yacente de Delcour, obra de 1696 que parece jugar con la luz dorada de la nave central para hacer palpitar el mármol. No tenga prisa y disfrútela como se merece.
Santiago, con Compostela al fondo y niños alrededor
A 1.786 kilómetros de distancia de la Plaza del Obradoiro, la iglesia de Santiago bien puede ser considerada la más hermosa de Lieja. Nació para venerar al santo y como hito del camino hasta Cospostela. Hoy, tras nueve siglos, casi nada queda del románico, algo del gótico y unas bóvedas tamizadas por la luz de las vidrieras muy apropiadas para obligarte a contener la respiración, por insensible que creas ser.
Pero Lieja es puro contraste sin aspavientos, ahora y a todo lo largo de tu recorrido, sea cual sea el que tus pasos elijan. Al salir de Santiago, a este viajero le fue llevando en un susurro un griterío fácilmente reconocible del lenguaje más universal que existe. A pocos metros, los niños de Primaria de un colegio jugaban como todos los niños juegan: chillando, unos; con el balón, otros; cuatro niñas haciendo de buenas niñas en corro, sentadas en el suelo; todos los demás corriendo, menos alguno que ensayaba la melancolía y la maestra, vigilando como sin mirar. En Lieja se vive, se va viviendo a cada paso.
Al dentista del Cour de Saint Remy
Confíe el lector en que este afán por hacer ver la escala humana de Lieja no es un capricho del periodista, sino la forma más honesta de encarar lo que es en su esencia la ciudad. Aquí no hay cartón piedra (reconozca que de inmediato ha pensado en Brujas) ni tampoco marasmo urbanístico/funcionarial (admita que Bruselas se le ha venido a las mientes) sino la consecuencia de ocupar un espacio físico que, generosamente, sus actuales ocupantes se ofrecen a compartir.
En Lieja hay calles del casco viejo que parecen no conducir a ninguna parte. Incluso las hay que, directamente, no tienen salida. La aparente paradoja de caminar así entre casas levantadas de este modo se convierte en delicia cuando, como en el caso del Cour de Saint Remy, puedes buscar consuelo para tus muelas dolientes en la consulta de un dentista o arreglo legal en el bufete de un abogado mientras una vecina se asoma, sin molestar, a este pequeño patio como salido del barroco valón más auténtico.
Hay que dejarse llevar, al menos y por mucha prisa que se tenga, por esta parte de la ciudad, delimitada por el bulevar de la Sauvenière y el de Avroy con su parque, todo lo que fue isla hasta que a mitad del XIX desecaron uno de los brazos del Mosa. Pocas veces el tiempo y el espacio fueron tan relativos, amigo Einstein.
Gofres sin nata, peket para el alma
Como viajar es cultura y nuestro propósito es instruir deleitando, antes de seguir el recorrido por Lieja comamos y bebamos. Para lo primero, ni aquí ni en toda Bélgica se libran ya de la consolidada devoción por la cocina de diseño, de la que tienen sobrados ejemplos de contrastada calidad. Desde ahí hasta los puestos callejeros podrá encontrar un amplio muestrario para quitarse el hambre gozosamente.
Al final, de lo que seguro no se privará será de un gofre y de su enseñanza: la calidad aquí es tal que, a diferencia de lo que ocurre en otras partes del país, lo podrá comer y disfrutar sin cobertura de nata, disfrutando «a palo seco» sus 550 calorías. El Lucifer de la catedral debe llevar otro régimen alimenticio, a la vista de sus inmutables pectorales.
Y en lo de beber, el mejor consejo es el más lógico: beba. Hay tanta y tan buena cerveza como en toda Bélgica y aquí también se han prodigado las cervecerías artesanas. Pruebe hasta que acierte, porque los errores no serán nunca especialmente insatisfactorios.
Como punto final, atrévase con el peket, un aguardiente de enebro que se puede trasegar dándole su tiempo y paladeándolo, sólo o con hielo. O incluso de alguna de las formas alternativas y temerarias que los universitarios se han ido inventando en los últimos tiempos.
Un delirio junto a la Universidad
¿Les había dicho ya que en Lieja se vive, se va viviendo? Pues se lo reitero y el propio lector nos lo confirmaría tras un recorrido por los aledaños de la Universidad, sobre todo si te das de bruces con «Le pot au lait», uno de los bares de copas más inenarrables que este que les escribe se ha cruzado en su vida. Si el que llega hasta ahí ha dejado sobradamente atrás la juventud no tendrá más remedio que envidiar a sus clientes y dejarse embriagar (sin necesidad de beber o respirar) por la decoración. En la galería fotográfica que acompaña a este texto tienen algunas imágenes para comprender de qué hablamos.
… y todo lo demás!
Obviamente, Lieja es esto y mucho más, incluyendo en el repertorio de atractivos también los más conocidos, dignos de una visita todo ellos:
• Estación ferroviaria TGV Liège-Guillemins, bajo diseño de Santiago Calatrava, lo que implica que es «un Calatrava», pero con muchas menos quejas que en Valencia o Venecia.
• Palacio de los Príncipes Obispos de Lieja, imposible de que le pase desapercibido, por su mole imponente. La contundencia del palacio actual es obra de Erad de la Marck. Es la sede del Gobierno Provincial y de las oficinas de Justicia.
• Museo Grand Curtius. Salas de arqueología, artes decorativas, arte mosano, arte religioso, armas y cristal.
• Escaleras de la montaña de Bueren. Conducen a la ciudela desde la Rue Hors Château. Aseguran que son 373 escalones; otros hablan de 374. Difícil comprobarlo por segunda vez. De lo que no hay duda es de las amplias vistas que se consiguen cuando alcanzas la cima y se te serena el pulso.
• La Ópera de Valonia, inaugurada en 1820.
¿Y del chocolate no vamos a hablar? No. El chocolate tendrá que ir usted mismo a degustarlo: es algo inenarrable.