Si lo dijéramos nosotros, alguno desconfiaría. Quien lo asegura es una publicación estadounidense reconocida, Travel+Leisure. En las últimas semanas se han asomado por el sur de Francia y allí han encontrado uno de los pueblos más bonitos del mundo. Tal cual. Para fortuna de los lectores de LA CRÓNICA, aquí ya dimos cuenta hace más de un año de los encantos de Gordes y de toda la región del Luberon. La sección de viajes de este diario es de fiar, como pueden comprobar.
Como explicábamos entonces, la Provenza no es la Toscana, aunque lleguen a confundirlas algunos turistas cuando llegan, sobre todo si son ingleses o norteamericanos. Un aire sí que las empareja, no sólo por los cipreses y el sol, que cuando cae a plomo en pleno verano se diría que revienta las piedras. Con inteligencia, a la Provenza hay que ir en primavera o en otoño, aunque en cualquier otro momento del año encontrarás motivos también para justificar el viaje. Incluso en verano, a pesar del calor.
Es esta una tierra que parece absorber el ruido y alejar el estrés, como por ensalmo.
Aquí a los ciclistas se los respeta, sin que parezca que los conductores tengan instinto asesino, aun cuando las estrechas carreteras obligan a tomarse el tiempo en todo lo que tiene de relativo… por falta de espacio en la calzada, para adelantar. Einstein lo habría explicado mejor. Por lo demás, si en vez de dar pedales el lector es amigo de andar por los caminos, avisemos que en pleno verano se cierran la mayoría de ellos, para evitar indeseados incendios forestales. Luberon es un paraíso para los senderistas y quieren que siga siéndolo. Algunos podrían tomar nota, por aquí cerca.
A lo largo de todo el año la hospitalidad provenzal está a nuestro alcance pero lo ideal es aprovechar la larga primavera que por aquí se acostumbra, de marzo o a junio; también, e incluso sobre todo, los meses de otoño para asistir al espectáculo de los cambiantes colores del paisaje, según amarillean las hojas de los árboles.
Gordes, piedras celestiales
Pero vayamos ya, sin más circunloquios, a Gordes, la localidad que nos ha traído hasta aquí. En el punto más animado de su caserío, donde se cruzan todos los caminos, aún abre sus puertas un bar singular: el Círculo Republicano. Dejando atrás la barra y las pocas mesas de su interior, la terraza del fondo es la mejor atalaya para ver el paisaje y empezar a entender Gordes.
Una cerveza de trigo, de barril y bien tirada, ayuda a asumir que las insuperables vistas que tienes ante ti no son el mayor regalo de este pueblo. Con un poco de imaginación, es como si vieras, todavía tertuleando por aquí, a los prebostes locales, casi como si del casino de un poblachón manchego se tratara. Pero es en Francia y en un entorno de ensueño.
Hasta 1957, los escasos habitantes de Gordes se surtían todos de agua potable en la fuente de la plaza Genty Pantaly, llamada así por un cocinero de principios del siglo XX. Lo explican, lo de la fuente, en los folletos turísticos: una franqueza inimaginable en España para esos opúsculos promocionales, siempre tan dados a lo encomiástico.
Para conseguir una somera guía, lo mejor es acudir antes que nada al castillo. No tiene pérdida y es donde se encuentra la Oficina de Turismo, con asistentes muy amables. (Atento: cierran al mediodía «francés», durante una hora o algo más a partir de las 12.30)
Lo mejor que puede hacer el visitante de Gordes es perderse por sus calles, tan recoletas.
Subir. Bajar. Avanzar. Retroceder.
Si acaso, consultar el plano para certificar que estás en el interior de la iglesia de San Fermín, un templo del XVIII. A este que les escribe no le conmovió tanto el recuerdo del gremio de los zapateros, que pagó un gran cuadro que aún sigue allí colgado, como ver a una joven encender unas velas, solos ella y yo acompañados, quizá, por el Espíritu Santo revoloteando por los alturas. Tal vez solo fuese el zureo de una paloma.
Gordes es Camino de Santiago, pero nunca lo fue demasiado, porque el mayor flujo de pelegrinos se lo llevaban las poblaciones del valle de Calavon. Lo de crecer sobre un risco escarpado a veces también condiciona… Aun así, de aquellos tiempos queda la Almoneda de Santiago, de la que sólo podemos contemplar su fachada, como en pie sigue también la Puerta de Saboya, una de las entradas medievales a la villa.
Y a partir de ahí, siga paladeando el lector lo que le salga al paso, que tanto puede ser un cuadro de Vasarely colgado de una fachada (en recuerdo de sus estancias), la sabia forma de aprovechar la piedra del lugar en paredes y pavimentos, las numerosas cuevas y bodegas… o las casas que se ven y las que se intuyen, recuperadas por gentes que han ido viniendo desde el norte, cargadas de buen gusto y de dinero. Porque Gordes, al igual que tantos pueblos por toda Europa, ha revivido por el afán de artistas y burgueses de encontrar su pequeño paraíso. Así es la vida, no pretendamos cuestionarlo.
De lo que Gordes ofrece a la vista, dejamos una cumplida reseña en la siguiente galería gráfica.
Más información:
• Sobre el Luberon:
Información general sobre la región (en francés e inglés)
• Sobre Gordes:
Oficina de Turismo de Gordes
Cómo llegar al Luberon
La mejor manera, por cómoda y rápida, es hacerlo en avión si vives en Madrid o te resulta fácil acercarte a la T-4. Desde allí es Iberia, a través de Air Nostrum, la que enlaza con Marsella, de una manera realmente eficiente. Luego, media hora de autopista y estarás en tu lugar elegido.