Ya va para muchas décadas que el centro de Guadalajara no está en su Plaza Mayor sino en la de Santo Domingo. Desde el desarrollismo de los años sesenta, hubo que empezar a encontrar acomodo a los nuevos residentes, llegados desde los pueblos de la provincia o desde los de Extremadura para abastecer de operarios las fábricas de los polígonos, por entonces tan recientes. Se asentaron en la Colonia, en La Gavina, en La Llanilla, en Defensores…
Después de aquel Plan de Descongestión Industrial de Madrid, en el postrero franquismo, a la capital alcarreña se la intentaría ordenar, en su crecimiento, con planes de urbanismo tan crecederos como la ambición de los jerifaltes, propios y ajenos. De los últimos desarrollos aún estamos haciendo la digestión, tras el colapso de 2008. No hay alcalde que consiga sacar adelante un nuevo POM; algo, que por cierto, quizá no sea tan malo.
A la vista de cómo las grúas se afanan todavía hoy en las muchas parcelas libres hasta la Ronda Norte, quizá lo más juicioso fuera intentar colmatar la ciudad que nos dejaron los que nos precedieron, salpicada como está de solares eternos, casas mejorables, batiburrillos urbanísticos de imposible digestión estética tras tanta licencia descontrolada, dentro de una trama urbana que no es ni chicha ni limoná sino el crisol de todos los despropósitos. Dicho de otro modo: antes de darle más hectáreas especulables al urbanizador podríamos intentar facilitarle las cosas al constructor. Alguno queda.
Viene todo lo anterior a cuento de la bandera de España que ondea desde estos días preelectorales en la Plaza de Santo Domingo. No es que la enseña oriente al paseante hacia un nuevo edificio oficial, ni que la dejase allí algún seguidor de Santiago Abascal en vísperas de su mitin. Tampoco que a Antonio Román se le hagan escasas las que dejó puestas frente al Infantado o en el inicio de la calle Cifuentes y se haya encaramado para ampliar el repertorio. Es, siguiendo una castiza tradición entre albañiles, la celebración de que se han cubierto aguas en el edificio que fue «de los Solano».
Muchos malos tragos ha tenido que pasar en estos años el promotor local que se atrevió a tirar p’alante con la demolición, primero, y con la construcción, después, de un inmueble marcado por las trabas administrativas, más por la Junta que desde el Ayuntamiento. Es una buena noticia que la obra haya terminado por coger vuelo hacia las alturas después de tantos años trabada entre papeles oficiales que o no llegaban o mejor que no hubieran llegado.
A los del común, que somos todos los que miramos esa casa desde la calle, se nos debiera representar como un símbolo de lo duro que es hacer ciudad en esta capital.
Lo que nos queda ahora es soñar con que los munícipes que lleguen junto con los que no se vayan acierten alguna vez en trabajar en la dirección correcta.
Hay tanto por hacer entre lo ya construido en Guadalajara que sólo nos faltaría, para completar el desastre, que cobrara carta de realidad el deseo de seguir creciendo camino de Taracena, como si nuestro destino estuviera escrito en las faldas de la Peña Hueva.
Han cubierto aguas y han puesto la bandera. Ya sólo hay que esperar que llueva sobre nuestras cabezas la lluvia necesaria y que rebose sentido común en las de quienes organizan Guadalajara sobre plano.
Esa ciudad en la que sería más agradable vivir si nos lo propusiéramos.