Aquel hombre todavía no se ha muerto. Por el color de su piel lo parece, de un blanco cerúleo permanente, a prueba del sol y del verano.
Alguna explicación científica habrá para que en ese rostro no haya más melanina que la que podría encontrarse en el de Boris Karloff, cuando hacía de Drácula en aquellas viejas películas, blanco y negro, años treinta, va para un siglo.
Ese hombre al que miras debe ser ya más que viejo, viejísimo. Y sin embargo, en nada ha cambiado sobre aquel que veía pasar el tiempo en la puerta del último figón de la Calle de los Figones. Es el mismo soltero paciente, el mismo hijo de padres ausentes, la misma figura enhiesta durante horas, sin siquiera acariciar el marco de la puerta, jamás recostado para aliviar el peso del tiempo y de la espera inútil de un cliente.
Mientras veía pasar las horas y los días sin siquiera mirarlos, aquel que ahora camina por la cuesta abajo era, convengamos en admitirlo, más joven. El tiempo, artificio humano, aun sin existir marca y señala, conduce hacia la tumba y corre y sella y añeja la losa cuando llega el momento del fin de la entropía, que es como en la nueva religión se llama el inicio del descanso eterno.
El hombre que hoy veo andar, envarado por la artrosis, es el mismo que en la infancia del que escribe oteaba horizontes urbanos como un ciego con zanfoña: inmóvil e impávido, metido en sus adentros. De lo que viera sin ver no ha quedado constancia. De lo que yo veía es de lo que quiero escribir, pero las palabras se han ido, fugitivas, si alguna vez estuvieron…
Desde la primera vez que yo lo vi, plantado como el guardián del Averno, lo que se aferraría para siempre a mi memoria no eran sus ojos ni su pelo negro o los pantalones grises llenos de lamparones. En mi recuerdo lo que quedó como una imagen fija y permanente fue verle jugar con la cortina metálica (¿así hay que llamarla?) de aquel tugurio, tomando con la mano apenas media docena de filas (¿cómo decirlo mejor?) de esos trocitos de metal agarrados los unos en los otros (¿qué nombre debo darles?), humildes eslabones como si fueran cuentas de un collar improbable. Ni variaba el ritmo ni el compás de su música callada, haciendo girar la cortinilla como un rehén dócil, en círculos exactos. Cada cuarto, el reloj del Ayuntamiento sumaba una campanada. Cada hora, una hora más.
Podría salir en busca de la ciudad perdida, a sabiendas de que no la encontraría. Ni siquiera esta él, aunque aún no haya muerto y lo que deambula sea apenas la sombra blanca de un futuro sudario.
Te aferras al teclado cuando admites que en el curso de una vida se van perdiendo incluso las palabras exactas para dar nombre a los recuerdos. Esos que, llegado un día, también dejarán de serlo.
Y con el susto en el alma, terminas este artículo que solo pretendía hablar del tiempo que se ha ido.