Caminar, por su propia esencia, implica bipedestación y no tropezar. Parece que lo llevamos haciendo varios millones de años como especie, desde la sabana africana hasta aquí, como condición necesaria para nuestro progreso.
Bípedos andamos, sí, pero con riesgo cierto de tropezón cuando lo que pretendemos es subirnos a un tren en Guadalajara. Entre la puerta y los ocasionales taxistas, que te ven sin mirarte, la historia de la capital alcarreña está volviendo a la superficie.
No se trata de una excavación arqueológica como la del futuro campus, pero bien podría aprovecharse para ilustrar a las nuevas generaciones de cómo antaño había obreros que sabían de su oficio y lo aplicaban. Ahí está la prueba incombustible, en forma de adoquines.
Bajo el asfalto no está la playa, como pretendían los pijos de Mayo del 68, sino el adoquín, ordenadamente dispuesto, enrasado de forma meticulosa y preparado para durar una eternidad. O varias, si me apuran.
En la Calle Mayor de Guadalajara hubo adoquines por los que pisaron durante muchas generaciones niños con sus aros, mocitas de tres en tres, alumnos y profesores, curas, monjas, cadetes de la Academia, esposos con sus esposas o yendo al encuentro de la querida, manifestaciones obreras y procesiones religiosas, gentes a pie, a lomo de caballería, en coche, en camioneta…
Cuando nos hicimos modernos, que fue anteayer, Irízar adoquinó lo que ya había sido asfalto… pero se dio de bruces con la realidad y aquello era un empedrado feo, incómodo y fallido en toda su extensión. Faltaba pericia para adoquinar, como luego faltó habilidad (y supervisión) para colocar el granito con el que se ha ido alicatando toda la ciudad, siempre al desgaire.
La próxima vez que vaya a coger un tren en Guadalajara comprobará que los accesos se están pareciendo a un páramo lunar, lleno de cráteres. Intente no tropezar pero mírelo con respeto: lo que aflora ahí, en esa ventana hacia el pasado, no es sólo la historia de una ciudad ingrata sino el recuerdo de obreros que eran obreros, dignos obreros orgullosos de su oficio. Tenían clase, incluso más allá de las clases.
Eran, huelga decirlo, otros tiempos… Duros, como los adoquines que asoman, pero sin tantos tropiezos.