Lo de ir a votar es menos trascendente de lo que se empeñan en decirte los que están todo el día con la matraca de la "fiesta de la democracia" sin caérseles de la boca, esa jornada en la que quien recurre a semejante topicazo es seguro que lo que busca es garantizarse el sueldo cuatro años más. Pero aún así, acercarte a las urnas tiene su encanto y sus enseñanzas.
Santa Valeria, que está en los cielos, nos ha dejado a los que estamos aquí, a ras de tierra, un domingo electoral de sol brillante, temperatura primaveral y aburridos policías. O sea, lo más parecido al paraíso. Y encima, sin que te cobren ningún impuesto más por disfrutarlo.
Valeria, la santa de este 28 de abril, lo pasó de aquella manera por no ser políticamente correcta al modo en que lo entendían los romanos antes de Constantino. ¿Quién la mandaba encabezonarse en contrariar la latinidad imperante y adorar a un diosecillo judío, para más inri crucificado con el letrero del INRI? Para que se vea que lo de ir en dirección contraria siempre ha estado mal visto y castigado; en aquellos tiempos, con los leones; ahora, también.
En cualquier caso, compensa vivir en estos días y no en aquellos, sobre todo porque para ser diferente (o hacer como que lo eres) basta con encerrarse en una cabina con cortinilla, dejando al mundo exterior en pleno con la duda de qué papeleta habrás cogido y metido en el sobre. Aunque lo más probable sea que al mundo exterior le importe una higa lo que tú votes. O sea, lo normal.
En esa cabina, la del voto secreto y oculto, había un bolígrafo. Sabiamente amarrado a un cordel, asegurado con muchas vueltas de cello en uno de sus extremos… ¡pero había un bolígrafo! Un bien común de todos los españoles, a tu disposición y sin daños apreciables que comprometieran su utilización.
Tal como viene la feria, darse de bruces con un hecho tan fundamental como el de encontrar que la cabina electoral tiene un bolígrafo a tu disposición obliga a resistirse a la tentación de no mencionarlo.
En este nuestro santo país, en la España de las abundantes desdichas y las escasas alegrías, el sentido trágico de nuestra existencia nos llevaría a conjeturar que cualquier otro elector ya se habría llevado para casa el boli, más aún cuando tantos han estado allí, protegidos por la discreción de andar a resguardo de las miradas.
Si aquí roban los de arriba y los de abajo, los del PSOE y los del PP, los curas y las monjas, los periodistas y los lectores, los propios y los ajenos, las rubias y los morenos es de nota que algo tan sustraíble como el bolígrafo electoral estuviera allí, esperando para que tú y todos los que hacían cola marcaseis tres cruces en una hoja de color sepia.
A ver si va a ser verdad que esto aún tiene arreglo, que el civismo aún no ha desaparecido del todo de nuestras vidas, lo que mismo que los Pirineos aferran a España a Europa y ya no la separan de ella. Y que los que aquí vivimos no somos tan diferentes de los de allá, ni más canallas, ni más sinvergüenzas. Que quizá sólo hace falta que nos queramos más a nosotros mismos y nos destrocemos menos los unos a los otros.
Todo esto, aclarémoslo, pensado y escrito mucho antes de que se conocieran los resultados de estas elecciones desquiciadamente celtibéricas que nos hemos regalado.
Lo ocurrido tras el escrutinio es, bien lo sabemos, otra historia.