El trabajo anda bastante desprestigiado de unos lustros a esta parte, como si lo de ganarse el pan con el sudor de la frente fuese algo tirando a repugnante. Basta mirar la televisión y a los personajes que asoman por la pantalla para comprobar que los nuevos héroes son zánganos sin oficio, aunque sí con beneficio; ilustres analfabetos, bípedos implumes ajenos a la peligrosa tentación de pensar.
Hasta no hace tanto, trabajar no era una condena sino la ocupación natural sobre la que se cimentaban las relaciones sociales. Y en las ciudades pequeñas, más. Era tan así que se perdían los apellidos, en favor del oficio.
Guadalajara tenía a Juanito «el de Hacienda», del mismo modo que a Luis «el de La Palma», Ascen «la de los periódicos» o Jose «el de los toros». Si el apellido afloraba era porque daba nombre al establecimiento, como Félix «el de López» o Antonio, «el de Marqueta».
El caso de Merce es aún más superlativo, puesto que durante décadas ella ha sido cuerpo y alma de su propio negocio, en la calle Museo, que es como todos los que saben algo de esta capital siguen llamando a la de Benito Hernando. Ella nunca ha sido para el resto de esta pequeña Humanidad ni Mercedes, ni doña Mercedes Plaza ni la de «La Merced», sino la Merce. Con todos los honores.
– ¿Dónde vas?
– A por gominolas donde la Merce.
– ¿Y ese pan?
– Es de la Merce.
– ¿Y ese manojo de espárragos?
– De Torredelburgo, los he comprado donde la Merce.
Y ahora va Merce y se nos jubila.
Cierra las puertas de su tienda el jueves, 30 de junio de 2022, y durante los días previos el lugar se ha convertido en una romería de clientes y despedidas. Son décadas de trabajar horas sin fin, madrugada, mañana y tarde.
Merce ha podido más que aquel edificio frente al instituto, en cuyo bajo tuvo la tiendecita que tantos conocieron camino de las aulas. Hace ya bastantes años, el inmueble cayó a golpe de piqueta y ahí sigue el solar, tan flamante como tantos otros, picando de viruela el rostro de la ciudad, convertida en un yermo.
Se marchó Merce a otro nuevo y cercano local y allí ha estado, hasta que ha podido.
Lo que nunca cambió, ni allá ni acá, fue Merce y su hiperactividad. Al cuerpo, siempre delgado como un huso, lo trató como corresponde: sin tregua. Ahora quiere descansar.
Quedarán atrás las conversaciones con los habituales, entre rosquillas de Horche o de Yunquera, cajas de frutas insospechadas, bolsas de gusanitos o recargas de teléfono.
Se nos vacía el centro de las referencias que forjaron nuestra vida al tiempo que nos llena de recuerdos; esos recuerdos que, inevitablemente, se disiparán cuando ya no estemos.
Ya que los unos vivimos en los otros, juntos y revueltos al paso de cada día, a ver si conseguimos lo más cabal: mientras sigamos en pie, que al menos no nos olvidemos.