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21 noviembre 2024
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EL PASEANTE / Santa Clara

Cada martes, Santa Clara era un hervidero de personas, hombres en su inmensa mayoría. Hablaban alto, se saludaban con rotundos manotazos en el hombro y, si había trato, lo sellaban con un apretón de manos.

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Llega el 11 de agosto y Santa Clara se hace protagonista, por esos dictados del calendario. Es su día, como también es nuestro recuerdo. El de algunos sólo, por si hiciera falta la puntualización.

Guadalajara ya no es lo que era, afortunadamente. Guadalajara ya no es lo que era, lamentablemente.

En ese pulso constante entre lo añorado de antaño y aquello que, por negativo, mejor que haya prescrito, vamos gastando el tiempo y agotando generaciones. También en Santa Clara.

Para los de esta ciudad, incluidos los GTV’s, el entronque entre Miguel Fluiters y Teniente Figueroa siempre fue el lugar de encuentro por antonomasia. Santa Clara, como lo seguimos llamando, aun sin convento que lo sustente.

Irónicamente, no eran los capitalinos quienes mejor obraban el milagro de esa sana convivencia, sino los que llegaban de los pueblos, para sus cosas.

Cada martes, Santa Clara era un hervidero de personas, hombres en su inmensa mayoría. Hablaban alto, se saludaban con rotundos manotazos en el hombro y, si había trato, lo sellaban con un apretón de manos capaz de partirle el metacarpo al más desavisado.

Allí y en ese día, los peatones podían más que el tráfico. Ocurría hace más de medio siglo, sin necesidad de Zonas de Bajas Emisiones ni ninguna otra zarandaja bienintencionada que ilustrara a la concurrencia de si eso era o no una zona de coexistencia entre coches y humanos: los Seat 600 o los Gordini paraban y esperaban, qué remedio, a que los grupos de paisanos abrieran hueco, con la masa moviéndose en esa coreografía que ahora los niños sólo conocen cuando ven, en un reportaje de La 2, cómo bailan acompasadamente y al unísono los bancos de bacalaos del Mar del Norte.

De aquella barahúnda polifónica de los martes quedan sólo las conversaciones, en las mañanas de cualquier día, de los parroquianos del Bar Río, que también cascan lo suyo sentados sin prisa a pie de calle: cortan trajes, los destrozan y los recomponen para hacer de la charla un ejercicio de sociología aplicada en versión alcarreña.

Hace mucho, quizá hayan pasado cuatro décadas, en un periódico local (¿«La Prensa Alcarreña»?) alguien ilustraba una imagen en blanco y negro con un literario pie de foto titulado «El ágora de Guadalajara». Y es ajustado a la verdad, porque Santa Clara lo era para Guadalajara como lo fue el ágora originaria para la Atenas de Pericles.

Ni aquel periodista anónimo ni nadie le vio el valor de la elegía a aquella pieza de relleno en un diario de provincias.

Poco después, la Santa Clara de las voces y los manotazos, de los agricultores y el bullicio, era ya solo recuerdo.

Ahora es un monumento, verde virando a negro, del quererlo y no poderlo.


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