En los pequeños y no tan pequeños municipios de nuestro país, los alcaldes y concejales llevan sobre sus hombros el peso de la gestión diaria de sus pueblos, una responsabilidad que trasciende la mera administración pública y se convierte en una entrega total a su localidad. Estos servidores públicos, muchas veces sin grandes remuneraciones y sin la protección que otros cargos podrían tener, se convierten en los guardianes del bienestar de sus vecinos, sacrificando su tiempo, su vida personal e incluso su tranquilidad.
A pesar de la dedicación y amor con los que realizan su labor, existe una realidad perturbadora que cada vez se hace más evidente: la falsa condición de superioridad ciudadana que algunos se arrogan. Es la creencia errónea de que, por el simple hecho de ser ciudadanos, tienen derecho a irrumpir en la vida privada del alcalde, a exigir explicaciones en su propio hogar, a criticar e incluso a insultar, sin respetar el descanso ni la dignidad de quien, día tras día, trabaja para mejorar la comunidad.
Este fenómeno no es aislado, y cuando los límites del respeto se traspasan, la situación se torna aún más delicada. En un caso reciente, el Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha confirmó la sentencia contra un alcalde de una pequeña localidad de nuestra provincia que, al verse confrontado en su propia casa por un vecino, acabó en una disputa física. La justicia, en este caso, dictaminó que la riña fue entre iguales, ignorando el contexto y las circunstancias que llevaron al enfrentamiento.
Es inaceptable que se exija de nuestros alcaldes un comportamiento impecable cuando, en muchas ocasiones, son ellos quienes están siendo agredidos, no solo verbal, sino también físicamente. La justicia, al equiparar una agresión mutua con una simple disputa entre iguales, ignora la presión constante bajo la que trabajan estos líderes locales. ¿Dónde queda la defensa de la autoridad cuando el respeto por la misma es lo primero que se pierde?
La entrega de estos alcaldes y concejales a sus municipios es incuestionable. Sus jornadas no terminan cuando se apagan las luces del ayuntamiento; continúan en sus hogares, en las calles, en cada conversación con un vecino. Y, sin embargo, se les trata como si su sacrificio fuera insignificante, como si el derecho a la intimidad y al respeto se esfumara en el momento en que asumen el cargo.
Es hora de que como sociedad reconozcamos el valor de aquellos que, sin importar el tamaño de su municipio, dedican su vida al servicio público. Es necesario que defendamos su derecho a ser respetados, tanto en su vida pública como privada, y que comprendamos que, aunque sean servidores públicos, siguen siendo seres humanos. El amor y la dedicación que ponen en su trabajo no deben ser recompensados con falta de respeto, sino al contrario.
En definitiva, debemos entender que un alcalde no deja de ser persona cuando cierra la puerta de su casa. Y como personas que son, merecen el mismo respeto que cualquier ciudadano. Dejemos de lado esa falsa superioridad que algunos creen tener y empecemos a valorar a quienes, con su entrega, hacen de nuestros pueblos y ciudades un mejor lugar para vivir.