Hubo un tiempo en que los periodistas hacían la calle y eso estaba bien visto. En las capitales de provincia eran los únicos, puesto que las mujeres de la vida esperaban pacientes a la clientela (civil, religiosa y militar) acogidas al sagrado de las casas de lenocinio. En Guadalajara había varias, incluso durante el franquismo. Habida cuenta la limitada población, algunos doblaban turno, entre los lupanares y los rosarios de la aurora. Una intensa vida social aquella. Ahora, a lo más que llega el personal es a desdoblarse por las conferencias, dándolas o recibiéndolas.
Pero no nos desviemos. Hubo un tiempo, decíamos, en que los periodistas hacían la calle, enviados en misión por el jefe de redacción, a ver qué encontraban por ahí. Porque hay que revelar, para pasmo de los cachorros actuales, que en los años setenta del pasado siglo era más fácil embutirse en un pantalón de tergal con pata de elefante y culo ceñido que encontrarse en la mesa del periódico una nota de prensa. Simplemente, no existían. Ningún organismo las emitía y lo que tocaba era andar, por las calles y por los despachos, a la caza de la noticia.
De aquel periodismo poco queda. Algunas veces, en LA CRÓNICA les da por ilustrar con algo de texto una fotografía urbana o rural, de esas que cuentan carencias o perplejidades. Más allá, lo que triunfa sin tregua es la selva de los comunicados, que viene a ser el triunfo de la propaganda sobre la información, especialmente cuando se copia y se pega el contenido sin la más mínima alteración ni contexto.
Hace medio siglo, con la fotografía que ilustra esta columna, habrían tenido para un sonoro arrebato de periodismo ciudadanamente militante. Claro que por entonces sólo había vecinos (y vecinas) y ahora lo que tenemos es ciudadanía, un ectoplasma a merced de lo que la autoridad guste propagar con el eco de los media a escala provinciana.
Pero aunque sea en color y no en blanco y negro, en formato digital y no sobre papel, la puñetera señal de la Plaza del Jardinillo sigue ahí, como hace tantos días, sin arreglar. Ahí la tienen, en cuarto menguante, como la virilidad de algunos, sin aparente posible solución.
De aquella ciudad con plazas de tierra se ha terminado pasando al intensivo alicatado con granito de Orense, siguiendo desde hace décadas el venerado modelo nórdico, como si en Castilla no supiéramos desde antes de los reyes godos que lo que aquí toca son seis meses de invierno y seis de infierno. El cambio climático y tal, ya saben.
Hacer, hacer, ocasionalmente deshacer, hacer, seguir haciendo para que no digan que no hacemos, hacer y hacer hasta dejarnos las manos en muñones y las arcas municipales vacías incluso de telarañas. Esa ha sido la obsesión de los últimos ocupantes del Ayuntamiento y también de los penúltimos. ¿A qué coste? Ya lo saben: el de una ciudad trazada a brochazos y mantenida a base de espasmos, sin plan de urbanismo que la ordene y sin que nadie repare en que lo importante, siempre, está en los detalles.
Los periodistas de hoy andan poco y copian mucho. Que cada cual se lo aplique en lo que juzgue justo y necesario. Si anduvieran (en Guadalajara se dice andaran) verían. E incluso escribirían o explicarían que hay vida más allá de los políticos. A veces, incluso a pesar de ellos.
Gracias les sean dadas, eso sí, a nuestros bienamados que tanto nos quieren, incluso más allá de sus sueldos, por habernos permitido con su indolencia para arreglar lo sencillo recordar aquel viejo periodismo de crítica al paso, con el que no pudieron ni los gobernadores civiles ni las viejas del visillo.
Quo vadis, Guadalajara? En el Jardinillo, al menos, va muy hacia abajo, según indica el Consistorio…