Hubo un tiempo en que las familias de Guadalajara cogían el Seat 600, enfilaban hacia la Peña Güeva por una N-II con carril de ida y vuelta y salían de excursión. En aquellos lejanos sesenta todavía las gambas de comían con gabardina, en familia y después de misa, a la hora del vermut. Porque el vermut se escribía vermut y no vermú en un país en el que el coñac era coñac y no coñá y menos aún, brandy. O sea, cuando éramos todos más jóvenes y la RAE aún no había enloquecido.
Aquellos domingos de padres, abuelos y niños embutidos en el 600 eran una buena prueba de que los misterios de la física cuántica pueden tener comprobación empírica: ahí estábamos, compartiendo el mismo espacio un muslo de niño y un culo de octogenaria. No uno al lado del otro, no: el muslo y el culo en el mismo espacio, en el asiento de atrás, molécula dentro de molécula, fusionados por la gracia de tu padre y a mayor gloria del desarrollismo patrio.
Sea como fuere, sobrevivíamos. Y llegábamos mareados pero contentos (por la expectativa de salir del coche) hasta Jadraque. Atrás quedaba el castillo, ese que nunca pudiste ver hasta bien mayor porque era imposible siquiera atisbarlo a través de la ventanilla, entre tanta carne humana en ebullición.
Éramos felices porque era domingo, porque estirábamos las piernas, porque el abuelo te daba un duro para que no te lo gastases, porque íbamos a comer. Y comíamos. De primero, sopa castellana; de segundo, cabrito; al centro, ensalada. Lo mejor, claro está, llegaba con la leche frita del postre, que bien merecía los pescozones que te habías llevado, en estéreo y con persistencia, por no parar de hablar y de molestar en la mesa y a los vecinos de mesa. Nuestra infancia siempre explica lo que somos aunque los adultos seamos, en esencia, inexplicables.
Por alguna extraña razón, para bajar la comida era de precepto visitar las tiendas del floreciente negocio del alabastro. Desde entonces nunca has visto tantos huevos juntos. Ni de tantos colores.
Alguno de esos huevos sin gallina terminó dando tumbos por tu casa. Lo había comprado tu madre con la sensata esperanza de usarlo para zurcir calcetines. Ya por entonces los remiendos empezaban a ser arqueología social, como las señoras aquellas que cogían los puntos de las medias. Del desarrollismo al consumismo ha pasado medio siglo y ayer tiraste al cubo de la basura, sin asomo de sentimiento de culpa, los penúltimos calcetines con tomates. Esos que fabrican en China y se deshacen en tus pies a la segunda puesta.
En el fondo de un cajón ha aparecido esta mañana el huevo aquel, el de Jadraque, el de tu madre, el de tu infancia.
Otro diría que no vale para nada. Tú has de reconocer que te ha servido para recordar tu vida y la de quienes ya son solo recuerdo y una lápida en el cementerio. Por mucho menos hay quienes se empeñan en cobrarse tu agradecimiento cuando te los cruzas por la calle.
El puñetero huevo vuelve a ti y te refresca la memoria como si fuera en sí mismo un túnel del tiempo.
Y así confirmas que el tiempo no es lineal, sino una elipse, como cualquier físico sabe aunque no te lo expliquen por miedo a que lo entiendas. Una elipse que hay que recorrer, sin titubeos, antes de que se rompa y se evapore, camino de la nada.
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