Ha sido esta mañana cuando he recordado a aquel hombre, con el que tantos ratos divertidos pasé. Su nombre me ha venido a las mientes y lo he tecleado en Google a través del smartphone, que se ha convertido ya en la extensión natural de nuestra mano.
La respuesta ha sido rápida. También, tajante como una sentencia: el que fue mi amigo, ha muerto.
Por alguna extraña razón, los datos de su esquela cibernética aparecen en catalán: cerimònia, horari, lloc de la cerimònia y también te aclaran en ese idioma el modo en que puedes fer arribar a la família la teva mostra d'afecte. Un recuerdo en catalán para quien solo habló español en su azarosa vida de trabajo, divorcio, más trabajos, enfermedad y muerte.
Va para dos meses que falleció y sus datos siguen vivos para cualquiera que los sepa buscar, sin que la Ley de Protección de Datos los haya hecho aún desaparecer, como sí obliga a hacer con los de tantos otros, que se esmeran en borrar la huella de su pasado en Internet, armados de abogados y desparpajo.
Somos lo que recordamos y también el recuerdo que dejamos. Por eso somos poco más que el aire. El mismo aire en que se aventan las cenizas después de una cremación.
Al final, lo único más fuerte que el olvido es la agenda de nuestro teléfono, cada vez más salpicada de números a los que llamas y no te devuelven una voz. Los que fueron sus titulares ya no están aquí ni quizá tampoco allá.
¿Qué podemos hacer con los teléfonos de los muertos más que dejarlos ahí? No hay mejor nota de condol y siempre será mejor que veure el catàleg floral desde la web de la funeraria para comprarle un ramo de flores a un muerto que ya no está. Y al que nunca le gustaron las flores ni las milongas.
Ya no hay más que hacer.
Descanse en paz él y tantos como él, al resguardo de la agenda de nuestro teléfono móvil.