Texto y fotos:
Augusto González Pradillo y María Alonso
Para deslumbrarse con Potsdam pueden bastar unas pocas horas, en una visita apresurada. Aquí y ahora preferimos suponer que el lector es de los que entiende y practica el slow tourism, que es exactamente lo mismo que los buenos viajeros de todos los tiempos han hecho, desde hace 3.000 años a esta parte.
A continuación desgranamos infinidad de motivos para acercarse a esta ciudad de Alemania. Los atractivos más conocidos y evidentes los hemos abordado ya en un reportaje anterior. El espacio de este lo reservamos para esos pequeños detalles, que aparecen cuando uno mira con atención o, simplemente, deambula sin prisa. Seguro que cualquier podría aportar muchos más.
Empezamos con una escena inesperada y seguimos con todo lo demás…
• El milagro de una iglesia ortodoxa perdida en un bosque. Si te echas a andar hasta salir del casco de Potsdam terminarás por meterte en un auténtico bosque. De repente, puede que te des de bruces con una pequeña iglesia, que por su formas es cristiana ortodoxa.
El azar puede permitirte coincidir con alguna ceremonia religiosa. Y si es así, deja que se pare el tiempo.
Así lo vivió en mayo de 2024 este viajero, tímido espectador junto al dintel de la puerta de cómo dos popes concelebraban para apenas cuatro fieles: un chaval, una mujer y un matrimonio.
Todos ellos se persignaban al ritmo de la oración, respondida desde la alturas por un coro casi celestial. Los cánticos sonaban a Tomás Luis de Victoria; las plegarias tenían un fondo gregoriano inesperado.
Todo ello, en la iglesia que recuerda a Alexander Nevsky y que se levantó en ese lugar hace dos siglos. Ritos rusos en el corazón de Alemania en la Europa en guerra por Ucrania. Para pensarlo largamente camino de la siguiente parada…
• Un Belvedere en medio de un bosque, junto a un cementerio judío. Potsdam tienes más de un belvedere, sobrada como está de lugares vinculados a la belleza y al ocio. Este que comentamos está en lo más espeso del Jardín Nuevo, en Pfingstberg, a poca distancia de la iglesia ortodoxa… y a contados pasos de un arrebatador cementerio judío. Quién pudiera vivir en el chalet que pilla de camino…
• Detalles que salen al paso. Tres reinas prusianas tienen su recuerdo en mosaico en Luisenplatz, por donde se deja ver un autobús de época y donde reposa una bicicleta pintada de blanco para recordar a un fallecido en accidente. Todo, en un radio de apenas unos metros. Esto es Potsdam, también.
Como lo es la ironía de que haya de ser en la calle dedicada al filósofo alemán Arthur Schopenhauer, que hizo del pesimismo existencial su escudo y su bandera, donde encuentres un esplendoroso macizo de rosas blancas que levanta el ánimo del más desesperado.
Del mismo modo que te despierta una sonrisa y bastante ternura observar que alguien ha dejado un juego infantil en el poyate de un edificio, a la espera de un mejor destino. O que los tranvías, también aquí, van y vienen en lo que en tiempos fue ruina y se empeñan para que deje de serlo.
• Callejear Potsdam es saltar de la historia al presente. En un entorno marcado por parques inmensos y bosques que se espesan según los andas, las calles de Potsdam te trasladan una y otra vez a lo vivido aquí en los últimos tres siglos.
Así, harás bien en preguntarte por qué y desde cuando un canal está seco, superviviente cuando otros fueron rellenados y convertidos en calles. O cómo los antiguos cuarteles se han convertido en recinto ideal para restaurantes. O qué extraña vinculación une a la más hermosa librería de la ciudad con la única iglesia católica, que ahí sigue.
Potsdam fue, esencialmente y durante mucho tiempo, un acantonamiento militar, a muy adecuada de la siempre revoltosa Berlín. El ejército era la fuente principal de empleo, directo o indirecto de sus vecinos que, en el siglo XXI son, en número creciente, antiguos residentes en la capital, que deciden aprovechar este mejor ambiente para residir. El precio de la vivienda, obviamente, no ha dejado de crecer. Son las consecuencias de pasar de los 500 vecinos de hace tres siglos a los 190.000 de hoy en día.
Señalemos que el mayor peligro de caminar por Potsdam no son los tranvías (aquí no acosan tanto al peatón como, por ejemplo, en Praga) sino tropezar. Y no porque el pavimento no esté cuidado, sino por lo mucho que se anda con la vista hacia lo alto, atisbando la decoración de las fachadas. El buen burgués, ya se sabe, siempre quiso verse reconocido por su éxito, desde su casa.
Y de paso, si es fin de semana, un gran y sorprendente mercado de antigüedades detendrá tu paso, aunque sólo sea para mirar.
• Recuerdos de una conferencia de paz histórica. A las orillas del lago Jungfern se encuentra un concurrido restaurante, cuya terraza se asoma a las aguas, cuajadas de nenúfares.
Es el establecimiento hostelero lo que más atrae a los parroquianos de por aquí. A muy escasos metros está Cecilienhof, el palacio mandado construir por el emperador Guillermo II y que, por esos azares de la historia y de las bombas, terminó acogiendo durante algunas semanas a los dirigentes del nuevo mundo salido de la II Guerra Mundial. Hoy es una atracción turística y un remanso de paz.
Para los españoles curiosos, reseñar que Stalin, Truman y Churchill (al que todavía no había relevado Attlee) dedicaron las primeras ardorosas discusiones a tratar qué se iba a hacer con el régimen de Franco. Los esfuerzos del soviético se vieron muy atenuados por el británico, según reflejan las actas de aquellas sesiones celebradas aquí mismo. El resto de la historia es bien conocida.
• Barrio holandés: una delicia en cuatro calles. Es uno de los encantos innegables de Potsdam, como también lo es la Colonia Rusa, la de las sencillas casas de madera. Aquí, en cambio, lo que manda es el ladrillo y la evocación de aquellos trabajadores traídos de los Países Bajos para mayor gloria del emperador. En este siglo XXI que avanza imparable lo que más sorprende es que, aun siendo epicentro del turismo en la ciudad, la atmósfera es sumamente agradable.
Pruebe a tomar una cerveza en alguna terraza o simplemente a fijarse en las fachadas o a conocer el interior de la que se ha convertido en museo. La elección es suya. El placer, también.
• Cuando hacer un pequeño crucero es una decisión inteligente. Para acercarse hasta el celebérrimo Puente de los Espías, la solución más frecuente es alquilar una bicicleta y, como parte de una amplia vuelta por los contornos, alcanzar la que fue frontera entre la República Democrática Alemana y Berlín Occidental mucho antes de que Spielberg y Tom Hanks hicieran famoso este lugar con su película.
Otra forma de asomarse por allí, pausadamente, la tenemos en cualquiera de los muchos cruceros que salen desde Lange Brücke. En hora y media, ya sea en la sobrecubierta o resguardados dentro del amplio comedor, los pasajeros no sólo pasarán bajo la célebre estructura de hierro; también se cruzarán con pedalos y barcos de vela, harán recuento de patos y hasta comerán, si coincide el horario con mesa y mantel… y sin mayor esfuerzo, tendrán otra perspectiva de casi todo, tanto de Babelsberg –con su parque y su palacio– como de la iglesia del Redentor de Sacrow, el castillo de Pfaueninsel o, en la distancia, el Palacio de Mármol.
Por 24 euros merece, sobradamente, el precio del billete. Sin dar pedales.
• Envidia de vivir como un burgués con posibles. Potsdam se ha ido convirtiendo desde hace tiempo en el refugio de muchos berlineses. De aquellos, claro está, que pueden permitírselo. Bordeando el Jardín Nuevo (el Neue Gartem, para entendernos mejor sobre el plano), una larga calle nos devuelve hacia el centro de la ciudad con una inesperada sorpresa: la inacabable sucesión de chalés y palacetes, entre lo neoclásico y lo decimonónico, donde viven los que pueden hacerlo. No todos son individuales, puesto que algunas grandes mansiones se han reconvertido para dar cabida a cuatro o seis nuevos propietarios, pero la envidia corroe, festivamente pero sin tregua, al paseante. Consuelo de pobre: si el dinero se gana bien y se gasta con salud y sin molestar, ¿qué cabe objetar?
• Un retrete ecológico. Regalo para cachondos y ecologistas militantes: juguemos al juego de encontrar este urinario de vivos colores, con todas las bendiciones verdes habidas y por haber. Una pista: se encuentra en el Parque de Sanssouci, en un punto concreto de las 290 hectáreas de ese inmenso vergel. Aunque escondido, salta a la vista, como se puede comprobar…
• Nueva sinagoga, este verano. La cuestión judía, según la terrible expresión del régimen nazi, es una herida permanentemente abierta. Este verano de 2024 está previsto que se abra al culto una sinagoga con aspiraciones de centro cultural, en pleno centro de la ciudad. Atenderá a los 8.000 judíos de Potsdam. Ha sido pagada por el Estado. La deuda, inmensa, con el pueblo judío se mantiene.
• Comer y beber en patios con encanto
En Potsdam, el viajero no pasa hambre ni sed. A la que el sol asoma, las calles se llenan de copas de helados y clientes que los consumen con un placer innegable, por las expresiones de los rostros. Para comidas de más enjundia, de mesa y mantel, la oferta es variada, aunque podemos sugerir algunos establecimientos:
- Fliegender Holländer es un todo un clásico y un acierto seguro, en pleno barrio holandés. Y ya que estamos en ambiente neerlandés, no dejen de probar la salsa holandesa, simplemente perfecta.
- Genusswerkstatt Potsdam, en Breite Strasse permite una comida o cena distendida, tanto en su terraza como en el interior, con comida local o italiana. Y con cerveza negra, si apetece, algo que no siempre se encuentra.
- Para tomar una copa vespertina, hay un rincón escondido, reconvertido en sala de conciertos y con un patio encantador en el 10 de Wilhem Staab Strasse. Y no es el único.