Celebramos hoy lunes el Día de las Bibliotecas con el lema ‘BiblioTEcuida’. En un mundo repleto de cada vez más ‘no-lugares’, rincones irrelevantes y sin personalidad donde se habita de manera anónima y solitaria, las bibliotecas con su particular encanto confieren un carácter especial a las ciudades y los pueblos y se constituyen como el centro cultural y emocional de la polis, al ser lugares contenedores de más lugares: en cada estantería se abre una ventana hacia otro mundo para viajar, para aprender y para soñar.
Aún la más pequeña de las bibliotecas, se erige como refugio de muchos otros mundos inmensos e inabarcables, pero paradójicamente al alcance de nuestras manos y ojos.
Sin el estimulante espíritu lector transmitido por mi madre en la primera infancia y sin la biblioteca de mi pueblo en la adolescencia, la Biblioteca de Azuqueca rebautizada luego con el nombre de Almudena Grandes; con todo su conocimiento y sus historias predispuestas sobre los estantes, pero también con todas las actividades que allí se llevaban a cabo, sería una persona peor. Cuanto allí aprendí y viví cambió para siempre mi forma de ver y de estar en el mundo. Fue así en mi caso y en el de tantas personas que me rodean, algunas de las cuales están enamoradas de la lectura, un amor que se presumía casi imposible al crecer en casas donde no había libros, pero que se pudo producir al descubrirlos cruzando el umbral de las bibliotecas públicas.
Tal vez no nos demos cuenta, pero somos hijos e hijas de una revolución sigilosa. “Silenciosamente, las bibliotecas han ido invadiendo el mundo”, observa Irene Vallejo en ‘El infinito en un junco’, un maravilloso ensayo que es en sí mismo una sabia y apasionada declaración de amor a los libros. Desde que se inventaron las bibliotecas en la Antigüedad, el despliegue a lo largo de la historia, muy particularmente en las últimas décadas, ha supuesto una revolución silenciosa pero imparable, tal vez al modo en que se hacen las cosas en las propias bibliotecas, sin ruido pero sin ponerse límite.
Hoy tenemos unas 6.500 bibliotecas en las ciudades y barrios de nuestro país. Las hay convencionales y generalistas -con acceso de público general-, pero también las hay en centros educativos y especializadas, en hospitales y en museos, en palacios y en monasterios, en diputaciones y en parlamentos; y, además de físicas, cada vez más las hay digitales. Y, donde no las hay, como en algunos pequeños pueblos, esta ‘revolución silenciosa’ hace que los libros lleguen sobre ruedas, en los bibliobuses que este año cumplen medio siglo en ruta por nuestra provincia.
Estos bibliobuses, esta primavera de bibliotecas públicas brotando como flores por tantos rincones de nuestra tierra y convirtiendo esos rincones en el único y a su vez en el contenedor de todos, recuerda en parte el romántico empeño de las ‘misiones pedagógicas’ de la II República, que tanta importancia dedicaron a la labor imprescindible de alfabetización y de facilitación del acceso a la cultura a las clases humildes.
El esfuerzo ha sido compartido en todo el país, otro de los maravillosos frutos de estas más de cuatro décadas de democracia. Pero es que en Castilla-La Mancha podemos sentir un orgullo especial. Somos la segunda comunidad autónoma con más bibliotecas por cada 100.000 habitantes, con una ratio de 27,6, justo el doble que el conjunto del país. Y tenemos bibliotecas como la del Palacio de Dávalos en Guadalajara, de titularidad estatal y gestión autonómica, que es una referencia indiscutible en todo el país, ya desde los tiempos en que fue dirigida por Blanca Calvo, pero también en esta última década con Jorge Gómez al frente. Por eso no es de extrañar que haya sido una de las tres bibliotecas españolas escogidas para el ‘spot’ de hoy del Ministerio de Cultura.
Dávalos es un ejemplo de buen hacer y también fue un ejemplo de ‘resistencia’ cuando hubo quien la maltrató y entendió, muy al contrario que en las misiones pedagógicas, que la factura de la crisis de 2008 debían pagarla la cultura y, de manera particular, las bibliotecas. El Gobierno de Cospedal recortó personal y presupuesto para fondos y actividades. Pero la Biblioteca alcarreña respondió con un redoble de esfuerzos. Fue “la biblioteca que resiste’, como tituló El País el reportaje en el que relataba “el milagro de solidaridad” con el que plantó cara a las políticas de quienes sabían que con menos libros seríamos también menos libres.
Guadalajara y sus bibliotecarias -hay que hablar fundamentalmente en plural femenino- fueron determinantes en el surgimiento de una nueva forma de entender el papel de estas infraestructuras públicas, no cómo oscuros almacenes de libros en préstamo, sino como centros dinámicos y abiertos. Si antaño las personas usuarias se remitían a buscar títulos en ficheros y hacer su solicitud en el mostrador al funcionario apostado bajo un flexo, de pronto la ciudadanía pudo pasearse entre un jardín de libros y coger estos ‘frutos prohibidos’ con sus propias manos. Fueron estas bibliotecarias las que agitaron la varita mágica para convertir los estantes polvorientos con colecciones de libros en centros luminosos de agitación cultural, de inclusión y de convivencia, de aprendizaje y de diálogo, con sus clubes de lectura, sus presentaciones de libros y sus sesiones de narración oral. Merece la pena recordar y reivindicar que, en esta tarea, Guadalajara y Azuqueca -con mi querida Eva Ortiz- han sido pioneras. Como también hay que reconocer ahora que en la capital de nuestra provincia, el alcalde Alberto Rojo, se está empeñando en sembrar por la ciudad de Guadalajara nuevas bibliotecas y centros de lectura.
Si todavía hoy, como ayer, las bibliotecas cumplen su función primigenia y determinante para seguir abasteciendo de libros, música, cine o prensa a la comunidad y fomentar el gusto por la lectura y la cultura de calidad, en nuestro mundo actual afrontan nuevos desafíos como facilitar a quien lo tiene más complicado el acceso al vasto universo digital -a veces, a un simple ordenador o para tener wifi gratis-, establecer diálogos entre culturas o plantar cara a la desinformación que cunde en otros foros especialmente atractivos para la juventud. La revolución silenciosa también reside en la manera en que las bibliotecas ganan protagonismo y se adaptan a un mundo donde el papel pesa menos y la cultura nos llega también en otros formatos.
Por eso, siguiendo el lema de este año, debemos reconocer que las bibliotecas nos cuidan, pero también debemos exigirnos cuidarlas, ya que resultan más que necesarias. Los regímenes autoritarios queman libros y destruyen bibliotecas, mientras que las sociedades democráticas las construyen y las miman porque, por encima de todo, cumplen una función social imprescindible: contribuyen a combatir la desmemoria y a construir sociedades más cultas, justas, equitativas y sostenibles. Son los templos de la libertad.