“Del mismo modo que no sería un esclavo, tampoco sería un amo. Esto expresa mi idea de la democracia”. Esta conocida frase de Abraham Lincoln recoge dos de los principales valores que entraña la democracia, que no son otros que los de la libertad y la igualdad. La democracia se funda en la primacía del derecho y en el libre ejercicio de los derechos individuales, por eso, en un estado democrático nadie está por encima de la ley y todos los ciudadanos y ciudadanas son iguales ante ella. La ley, aprobada en cámaras de representación, escrita y publicada, como mecanismo de protección de los más débiles y como freno de los abusos de los más poderosos; la igualdad y la libertad como piedras angulares y principios inspiradores de la ley.
Hoy, 15 de septiembre, se celebra el Día Internacional de la Democracia y es un buen día para reafirmar nuestro compromiso con la democracia y, por tanto, también con la igualdad y la libertad. Mi compromiso con estos valores lo explicito como presidente del Parlamento autonómico, el órgano de representación territorial de las mujeres y hombres de Castilla-La Mancha. Son estas Cortes el fruto de la voluntad de la ciudadanía a la que representamos en las urnas y cada uno de los 33 diputados y diputadas que tenemos el inmenso honor de formar parte de esta Cámara debemos tener grabado a fuego en cada una de nuestras acciones que nuestro fin último (y primero) es ser útiles a esta tierra y a quienes nos eligieron para defenderla.
Y como en estas Cortes, en el resto de parlamentos del país. Somos elegidos por la sociedad y, por tanto, somos en buena medida un reflejo de la misma. Al menos, deberíamos esforzarnos para que así fuera. O mejor aún, devolver en el espejo la imagen de la sociedad que querríamos tener: respetuosa, tolerante, libre, solidaria, igualitaria, que valora el diálogo y el acuerdo y que reniega de la falta de respeto, la discriminación y el insulto. Si queremos una sociedad así, y doy por hecho que no cabe duda de ello, empecemos por garantizar que las instituciones donde recae la representación de la ciudadanía lo son.
Y es que, al fin y al cabo, las instituciones representativas son un elemento esencial de la democracia, las que garantizan que el derecho a la participación política del conjunto de la ciudadanía sea de verdad efectivo. Dichas instituciones somos el resultado de la voluntad del pueblo y tenemos además la misión de preservar y fortalecer el sistema democrático. Por eso, fomentar permanentemente la igualdad, la transparencia, la justicia social, la educación y eliminar la intolerancia, los desequilibrios, las brechas sociales y la discriminación en todos sus ámbitos es una buena receta para contribuir a la buena salud de la democracia. En este parlamento nos estamos esforzando en ello. Así, con planes como los de igualdad de género o de accesibilidad que estamos poniendo en marcha esta legislatura, avanzamos en la inclusión y la igualdad de derechos y libertades para el conjunto de la ciudadanía de nuestra región.
Todos y todas hacemos la democracia y de todos y todas depende que avancemos y no retrocedamos en su disfrute para orquestar nuestra vida en común. En España, gracias al gran consenso de 1978, estamos disfrutando de un periodo de estabilidad democrática sin precedentes en nuestra historia. Pero precisamente en este país sabemos muy bien que la democracia no es un regalo caído del cielo y que si queremos más y mejor democracia, debemos esforzarnos en preservarla y mejorarla y no podemos permitirnos ni un paso atrás.
Hablar de democracia (sobre todo de una democracia de calidad, no de mínimos) nos exige un perenne compromiso de regar el sistema de valores que lo sostiene para fortalecer una suerte de ‘espíritu de la democracia’ que apela a la ética en la política. A diario observo con preocupación cómo desde dentro de las propias instituciones se producen comportamientos -cuando menos indecorosos, cuando más corruptos- y discursos del odio que amenazan la verdadera razón de ser de nuestra democracia. Son seguramente excepciones, pero el tamaño de algunos escándalos y la repercusión que tienen entre la opinión pública los convierten en aldabonazos que hacen tambalear los cimientos de nuestro sistema.
Debemos erradicar del desempeño democrático ciertos usos y prédicas que dañan severamente nuestro sistema desde sus propias entrañas. Precisamente porque la democracia nos da tanto, nos exige también una responsabilidad a la altura.
Seguimos teniendo retos por delante para perfeccionar nuestra democracia y para extenderla por aquellos lugares del mundo donde carecen de ella y viven bajo el yugo de la opresión. Y para afrontar ambos desafíos necesitamos la máxima unidad. Una unidad que lejos de socavar las legítimas discrepancias ideológicas las garantice, pero que preserve el principio que las permite, que es la propia democracia.
Debemos ser conscientes de que, en el siglo XXI, tras habernos dotado de suficientes garantías que amparan el ejercicio de las libertades individuales y el respeto y protección de los derechos humanos, en nuestras sociedades la principal amenaza que se cierne sobre nuestras democracias son los populismos. Estos cabalgan a lomos de la desigualdad económica, alimentada en una brecha entre enriquecidos y empobrecidos que cada vez se hace más profunda.
Conviene por ello que nos esforcemos en implementar mecanismos que permitan la mayor igualación económica de los ciudadanos y ciudadanas, para superar de este modo las desafecciones al sistema y derrotar a quienes, desde la nostalgia o la fabulación, aspiran a sustituir la democracia por autoritarismo. Expresado en palabras de Rousseau, “la verdadera igualdad no reside en el hecho de que la riqueza sea absolutamente la misma para todos, sino en que ningún ciudadano sea tan rico para poder comprar a otro y que no sea tan pobre como para verse forzado a venderse”. No es casual que la oferta más o menos enmascarada de quienes desean subvertir nuestro modelo sea canjear más igualdad a cambio de entregarles nuestra libertad. Aunque esa prometida igualdad, el siglo XX es buena prueba de ello, se aleje más cuanto menos libres son los individuos.
Comenzaba con lo que nos enseñaba Lincoln en su famosa frase sobre la democracia y contra la esclavitud y termino con una película española, ‘Stico’, de Jaime de Armiñán. En ella, Leopoldo Contreras en la piel de un espectacular Fernando Fernández Gómez, un catedrático emérito de Derecho Romano, para resolver sus graves problemas se ofrece como esclavo a un antiguo alumno a cambio de casa y comida. Lincoln decía que no escogería libremente ser esclavo. Pero Jaime de Armiñán nos muestra en su genial retrato, que cuando se carece de lo elemental para sobrevivir, la libertad está absolutamente cercenada, disminuida.
Y es que no hay nada menos democrático que la pobreza en un mundo que tiene lo suficiente para abastecer de lo necesario a todos sus hombres y mujeres. Es por eso que debemos preocuparnos simultáneamente de la libertad de todos y cada uno de los individuos y de la igualdad entre ellos y ellas, que ha de ser legal, formal, pero también material en el sentido rousseniano de la misma.