Texto y fotos: Augusto González Pradillo
Su nombre es complicado de pronunciar, e incluso de retener, para los españoles. Oudenaarde es una gran desconocida que, de repente, ha encontrado un hueco indeseado en los telediarios por un vendaval y una tragedia.
Hasta el Canal 24 horas se hacía eco de lo vivido el 21 de diciembre de 2023, cuando un árbol de Navidad caía en la principal plaza de la localidad, incapaz de soportar la fuerza del viento. Moría una mujer y esta pequeña ciudad flamenca se convertía en efímera actualidad.
Además de recordarnos lo voluble de nuestra existencia, lo ocurrido también podría servirnos para asumir todo lo que ignoramos de esta Europa que algunos denostan sin apenas conocerla.
Con sus apenas 30.000 habitantes y con tantos destinos de «obligado cumplimiento» como hay que visitar en Flandes, no extraña que sean más los españoles que la omiten que quienes la disfrutan. Allá ellos. El lector de LA CRÓNICA, que por serlo ya tiene acreditada su inteligencia y sensibilidad, debería marcarlo como tarea pendiente, para un próximo viaje. Queda a menos de 30 kilómetros de Gante.
Para no dar más vueltas ni circunloquios, vayamos directamente hasta el Ayuntamiento, apenas entrevisto en las borrosas imágenes de los informativos. Es un edificio colosal, cuyos planos trazó el mismo arquitecto que el de las casas consistoriales de Bruselas o Lovaina, con lo que su exuberancia tiene razón y fundamento. El gótico al estilo del viejo ducado de Brabante y en su máxima expresión.
En el entorno del Ayuntamiento, el Museo de Oudenaarde y las Ardenas Flamencas (MOU), ocupa lo que fue lonja de paños dentro del conjunto monumental que cierra la plaza por uno de sus lados. Por eso, no extraña pero sí se agradece que en la primera planta puedan admirarse 15 maravillosos tapices, que nos hacen recordar a Carlos V y, por otros motivos, a su bastarda, Margarita de Parma.
En la misma plaza, esa Grote Markt del terrible accidente de este 2023, se alza la colegiata de Santa Walburga, que con los 88 metros de su torre no puede pasar desapercibida; de hecho, se ve desde toda la ciudad. Además, su carillón cinco veces centenario suena durante todo el año… en horarios que es mejor confirmar.
Desde aquí, lo mejor es emprender la búsqueda de Nuestra Señora de Pamele, tanto por la iglesia en sí como por obligarte a callejear y, en el camino, encontrarte de repente con el inesperado tesoro de un beguinague de los que verdaderamente remansan el espíritu. No cuesta remontarse con su silencio a los tiempos de aquel feminismo avant la lettre, en forma de comunidades religiosas exclusivamente de mujeres que uno intuye respiraban más libertad que muchos hogares. De los de entonces e incluso de los de ahora.
Beber es aquí una cuestión con fundamento
Lo que Oudenaarde enseña llega incluso hasta el paladar, por la vía de la cerveza. Desde hace siglos. Muchos siglos.
Una antigua tradición relaciona, de nuevo, a España con la ciudad de la mano de Carlos V. Un tal Hanske De Krijger era encargado de la puerta de acceso a la ciudad, misión que no cumplió ni mínimamente tras una noche entera de borrachera. «No hay nada a la vista», dicen que dijo ante de darse la vuelta y seguir roncando. Su problema no resultó ser sólo el alcohol, sino que fuera el propio emperador quien, de paso por aquí, comprobara la negligencia del funcionario: cuando intentó acceder, se encontró con la muralla cerrada. Para que no cayera en olvido semejante conducta, ordenó que en el escudo de la villa se pintaran unas gafas, que ahí siguen, en todo lo alto. Contra el sarcasmo no hay excusa.
Puede que la historia sea una invención, pero de lo que no cabe ninguna duda es de la relación de estos flamencos, casi tan animados como los más meridionales, con la cerveza.
Una de las «rubias» locales, cargadita de grados, es la Brouwer, en recuerdo de uno de los vecinos más ilustres de toda la historia de estos contornos. Y uno de los más gamberros, también. De este pintor sólo se conocen 67 obras, casi todas de pequeño formato. Ningún retrato (si exceptuamos el de su casero, bastante peculiar). Ninguna obra de tema religioso. Adriaen Brouwer era, esencialmente, un hombre libre aun estando atado a la necesidad de comer todos los días e intentarlo con sus pinceles, siempre que un cliente pagara lo necesario. La fortuna fue esquiva con él, como demuestran las muchas deudas que dejó en Amberes; su padre, que pintaba cartones para la floreciente industria de tapices local, terminó emigrando a Gouda y con él y sus penurias, toda la familia.
Eclipsado en nuestros días por otros artistas de su tiempo, lo cierto es que nuestro desconocimiento de Brouwer es sólo equiparable a la admiración que despertó entre sus contemporáneos, muy especialmente en Rubens. Pero le tocó coincidir no sólo con Pedro Pablo, sino también con Van Dyck.
De su paleta salieron, como instantáneas, una oleada de escenas populares. Unas, desenfadadas hasta provocar la sonrisa del espectador; otras, con mordaces alusiones moralizantes; muchas, reflejando la fauna tabernaria que, eso es sí que es seguro, conocía y frecuentaba.
La obra de Brouwer encierra una paradoja decisiva: alcanzó un éxito cierto entre los burgueses de su entorno, que gustaban de tener colgada (al menos en su pared) a esa gente de mal vivir a la que miraban desde su superioridad de clase. Y sin embargo, Adriaen termina por dignificarlos más allá incluso de lo que él quizá nunca llegó a pensar. Bajo el retrato de la chusma hay más cariño que burla o sarcasmo.
Ese ir y venir de tugurio en tugurio le sirvió, además, para poner a prueba su capacidad para la fisonómica, la pseudociencia que entonces había arraigado en toda Europa, aplicando condiciones de carácter a los diferentes rasgos de los rostros humanos. Empezando por él mismo, pues no faltan los autorretratos, así como el de sus amigos.
No es imaginable que Brouwer supiera que iba a morir joven, a los 34 años, posiblemente por la peste. Pero sólo así tendría explicación una evolución pictórica tan intensa como la que vivió en tan corto período. En los últimos años pintó esencialmente paisajes… esencialmente adquiridos por Rubens, que le protegió y al que también alumbró nuevas ideas. Beneficio para ambos. Cuando Brouwer falleció, en enero de 1638, fue a parar a una fosa común. Rubens se ocupó de mandar recuperar el cadáver un mes más tarde y lo hizo enterrar en un convento de Amberes.
¿Qué sabías tú hasta ahora de Brouwer, el pintor? ¿Qué conocías de Oudenaarde?
Asúmelo: Flandes está ahí, impecable y paciente, aguardándote más allá de las cuatro referencias fundamentales.
Ya sólo queda elegir fecha y transporte. Viajar siempre, dejándose ir.