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22 octubre 2024
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Nos puede la caraja en Guadalajara

El Paseante de LA CRÓNICA hace un recorrido, muy limitado y nada exhaustivo, por la ciudad de Guadalajara para explicar lo que es tener una caraja, con tirón de orejas incluido a la RAE, que pasaba por ahí.

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Uno ya no sabe de qué sirve intentar respetar los veleidosos designios de la Real Academia Española –tan llena de doctos sabios y de cada vez más doctas sabias, incluidas una molinesa y una alcarreña– si luego en el Diccionario de la Lengua Española encuentras carajos pero faltan carajas. Como la que ellos tienen, según se ve.

Le capamos la tilde a guión para dejarlo en un huerfanísimo guion. Nos quedamos solos ante el peligro al no saber si andar solo o solo andar. Y encima, intentas dilucidar lo que es tener una caraja y te mandan al carajo, literalmente.

No es cuestión de seguir este artículo entre vergas o galaicos carallos, sino de entender por qué a los humanos nos resulta tan fácil perder el oremus y hacerlo, además, durante un tiempo tan prolongado que se convierte en costumbre.

Para hacérselo más fácil al lector, lo ilustraremos con imágenes que hagan más comprensibles las palabras.

Basta para ello darse un garbeo por Guadalajara, dormida ciudad dormitorio donde la somnolencia de los que mandan propicia que la incuria se apodere y los problemas broten. O rebroten.

Velahí, el antiguo edificio de los Juzgados, en la plaza de Beladíez.

Horrísono modo de sustituir una casa solariega (desde cuyo patio algunos pasaron de adiestrar a jefes de escuadra de la OJE a militar en el PCE y luego en la ultraderecha, todo sea dicho) que pone a prueba a varias administraciones, demostrando todas ellas su incapacidad para resolver qué hacer con el mamotreto.

Quien lo tiene claro es la planta trepadora de la cercana Delegación de Fomento, que ya va por la tercera planta, tan lozana, sin nadie que la moleste.

Justo detrás, donde el despropósito de una reforma con dinero europeo se extiende entre mesas de terraza, el mural presentado con antiguo entusiasmo por Sara Simón no hace tanto, cuando aún era hiperconcejala, está descascarillándose de tal modo que acredita por igual la dudosa calidad de la pintura aplicada, del revoco que la sustentaba y la futilidad de algunos empeños.

Aquí lo único que resiste el paso del tiempo es lo de no construir en los solares donde antaño hubo casas. En este punto exacto hubo algo parecido a un palacio, del que quedaban columnas y huellas en lo que fue Delegación de Turismo, junto a esa Antero Concha que vendía papel charol a los niños de los Maristas o de las Francesas, para sus manualidades. Esos mismos que, andando el tiempo y convertidos en adultos, bebían cervezas en «El Boquerón».

Prueben a hacerlo ahora, cuando lo más que pueden intentar es darle un bocado al letrero que campa enhiesto, como exigencia burocrática, para cobrar los dineros de Bruselas.

Y esto no acaba aquí, porque a escasos metros se nos presenta la que habrá de ser dura y persistente polémica entre el Ayuntamiento de Guadalajara y la Junta de Comunidades a propósito de una pared que no se va a caer sobre los que visitan el monumento… tanto porque la puerta ya no se abre como porque la gravedad es más considerada de lo que algunos conjeturan.

Con meses por delante, ya veremos donde acaba eso y qué cascotes caen sobre quién. Y cuáles se lanzan unos a otros.

Porque en el cuestionable arte de levantar y en la contumaz perseverancia en dejar caer edificios tiene mucho que decir Guadalajara y su caraja. Te asomas a una ventana y lo que ves al fondo, traspasando con los ojos un solar que ya ha conocido dos siglos, es el tejado de la sede del Colegio de Arquitectos. Rien va plus.

Y ahí mismo es donde se está levantando algo que sustituya a la que fue casa del pintor Carlos Santiesteban, incumpliendo voluntades y retorciendo expedientes.

Fachada de la que fuera residencia del pintor Carlos Santiesteban y, se supone, futura Casa de los Cuentos de Guadalajara, el 8 de febrero de 2024. (Foto: La Crónic@)

Aunque, con ánimo de ser ecuánimes, habrá que reconocer que también nos vienen de fuera a ayudar en la laboriosa tarea de arrasar la ciudad.

Verbigracia, la Renfe y Adif que, de consuno, son capaces de destrozar el servicio de Cercanías y al mismo tiempo remendar la estación de Guadalajara sin demasiado respeto, nos tememos, por su propio patrimonio histórico. Que es tan suyo como nuestro.

Visto todo lo cual, este paseante entiende bien la mirada hosca de ese gato que aprovecha un domingo sin bares en el centro de Guadalajara en los que beber, comer o charlar (salvo «La Calle», gloriosa excepción y alguna otra más) que si convierte una mesa en su trono o en su púlpito no es por miedo, sino por rabia.

Menos mal que luego llega el lunes y con la vuelta al trabajo, fichamos y olvidamos.

Sensata ciudad de funcionarios y poetas (muertos) en la que la normalidad llega en forma de porra, acompañada con un café con leche en vaso de caña. Lo justo para ir tirando.

Con la caraja puesta como uniforme de campaña, camuflados con el entorno.

Todo va bien. Aunque no vaya.


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