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22 noviembre 2024
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AUGUSTO GONZÁLEZ PRADILLO / Nacho Cardero en Guadalajara, con su libro y algo más

A este Cardero periodista del siglo XXI hay que apreciarle, y hasta quererle con fraternidad de paisanos, más allá de las circunstanciales diferencias de criterio, por raro que eso parezca en esta España tan cainita que nos está quedando.

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La presentación de un libro nunca debiera ser más importante que lo que se encierra en esas páginas impresas, entre las cubiertas, desde que lo compras y hasta que sólo queda a la vista el lomo, una vez que quien lo lee lo deja, abandonado y subrayado, en el anaquel.

Este lunes se reunieron alrededor de doscientas personas en la Sala Tragaluz del Teatro Buero Vallejo para rendir homenaje de aprecio a Nacho Cardero en la ciudad de sus primeros años, que es parte de él, porque ayudó a formarle el carácter y resultó decisiva para animarle a avecindarse en Madrid, que es una de las mejores cosas que todo alcarreño inteligente puede hacer. Para ver los toros desde la distancia de la barrera quedamos los demás y también Rubén Amón, que pasaba por allí y que estuvo amable, ocurrente y lúcido.

Después de leer «Aquello que dábamos por bueno» queda una sensación de amalgama. Puede que eso no sea un defecto, porque cada cual elige los caminos que considera más oportunos a la hora de escribir, sobre todo si quien lo hace desnuda en el empeño buena parte de sus sentimientos.

Nacho Cardero y Rubén Amón, al alimón este lunes en el Sala Tragaluz de Guadalajara. (Foto: La Crónic@)
Nacho Cardero y Rubén Amón, al alimón en la Sala Tragaluz de Guadalajara. (Foto: La Crónic@)

A este Cardero (Nacho), nieto de aquel otro Cardero (Domingo) ponerse delante del teclado para ahormar tantos recuerdos le ha servido de acicate para el duelo por la pérdida de Esteban García Pajas, su padre, al que muchos conocieron en esta ciudad. Él, fallecido bajo el Covid en el Hospital de la capital alcarreña, es protagonista de estas páginas editadas por Espasa junto a la propia Guadalajara y ese extraño país que aún nos contiene y que parece querer escapar, con ahínco, hacia ninguna parte.

Al pasar de las páginas asoma, sí, una Guadalajara como de Ferlosio, pero más en el estilo de «El Jarama» que en el de «Alfanhuí». El realismo aquí no es mágico sino un recuerdo fugitivo, que el autor parece querer apresar antes de que sea tarde. Hay Alamín y casas del Fuerte de San Francisco como hay partidos de baloncesto animando a Leonard Allen, como hicimos tantos por aquellos años antes de que hasta ese sueño se nos rompiera.

«Los afectos en la Alcarria dejan de crecer a edades tempranas. Luego se estancan y echan raíces» escribe Cardero. Cabe la discrepancia, sobre todo cuando insiste en que «el perfil de los arriacenses responde al de esas personas desbordantes de sentimientos que están incapacitadas para demostrarlos». Si eso es verdad, lo será más allá del territorio: no es ni por el paisaje ni por el paisanaje que se forja el carácter de los bípedos implumes. No estamos condenados a ese determinismo. O no debiéramos estarlo, para así tener una alternativa distinta que la de despeñarnos sin esperanza desde las terreras del Henares, presos de nuestro destino de guadalajareños, o de tirarnos piedras y zancadillas unos a otros, como sí que solemos.

A este Cardero periodista del siglo XXI hay que apreciarle, y hasta quererle con fraternidad de paisanos, más allá de las circunstanciales diferencias de criterio, por raro que eso parezca en esta España tan cainita que nos está quedando. Y destacar también los puntos en común, como la sonrisa helada ante los periodistas hijos de Kaspucinski, esos que tenían la osadía de criticar a su abuelo o a Monje Ciruelo sin recato alguno mientras luego se la envainaban, ellos sí que firme el ademán, camino de alguna regalía de este o de aquel político.

Después de terminado, este libro suyo y ahora nuestro te deja un poso extraño, que se diría ajeno a cualquier obra de tan fácil lectura. Habla, y mucho, de política y economía contemporánea, hechos que se desvanecen en el aire como cosa antigua, aunque sólo hayan pasado dos o tres años desde que sucedieron. «Ni hemos salido más fuertes ni nos hemos exiliado al campo», anota sin ánimo de chufla, en referencia a lo que parecían axiomas de la pandemia. En cambio, lo más vigente es lo más grave, pues no parece que haya forma de superarlo sino de ver, día a día, cómo se acrecienta: «El discrepante se convierte en adversario, no hay hueco para el diálogo ni el pacto».

Discrepemos, pues, pero con la esperanza de no ser considerado un adversario.

De todo lo contenido en «Aquello que dábamos por bueno» lo más apreciado por el común de los lectores ha sido el trazo de la tragedia personal de perder a un padre bajo el COVID o la incertidumbre del nacimiento de una hija bajo «Filomena». Otros han destacado el caudal de datos de coyuntura que se desgranan sobre la vida en la Corte y sobre su cohorte de banqueros, vividores, periodistas, empresarios, jugadores de ventaja… a veces tan intercambiables, todos ellos.

Disculpará quien lea esta reseña pero para el arriba firmante, lo más conmovedor es el relato, ya muy al final, de cómo la periodista Mar Cabra, una de las estrellas de «El Confidencial» se rompió en pedazos, como un vaso de Duralex, nada más hacerse el periódico con el Pulitzer por su acierto en el buceo de esa ciénaga que fueron los Papeles de Panamá. Se fue a perderse en Almería, para salvarse.

A Nacho Cardero parece quedarle aguante. A Augusto González, al que citó Rubén Amón por alguna frase lapidaria y coñona recogida en este libro, también. Disfrutaremos del misterio de esa resistencia que nos iguala y haremos votos por poder continuar una discontinua amistad. Somos gentes de Guadalajara que expresamos los afectos como mejor podemos. Sin ironía. O con ella.

En la sala acompañó Ana Guarinos, que tuvo el don de la brevedad, y Paco Núñez, presidente regional del PP. No faltaron tampoco acreditados representantes del sector inmobiliario local, incluido uno que fue compañero de pupitre del autor y ahora administra su patrimonio por tierras portuguesas.

También había vida más allá de la política y del dinero, alcarreños de a pie o de coche a gasoil o de tren de Cercanías o del Alsa hasta los topes antes del amanecer. Todos, sin chófer.

Todos son Guadalajara. Sobre todo, la que no compareció.

Las ausencias, a veces, explican mejor las limitaciones de una ciudad ausente de sí misma. Mejor que esta larga columna que ya, al fin, se acaba.


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