Estamos toda la vida preparándonos para el gran momento y luego no siempre sabemos estar a la altura de lo que exige el espectáculo, incapaces de estirar la pata con la suficiente prestancia. Los hay, incluso, que no dejan de hacer el ridículo ni cuando la palman.
El alivio es que ningún cadáver se da cuenta, tras el último estertor, de lo que deja detrás, sean llantos, risas, sonrisas, suspiros de pena o suspiros de alivio.
En la ciudad que paseo lo de morirse siempre ha sido una cosa seria. Lo era en el siglo pasado y más aún en el anterior, cuando el que podía dejaba pagado el cortejo, con el coche tirado por caballos de penachos negros, con los deudos trompicándose en las piedras del camino hasta más allá de la Huerta de San Antonio y del torreón. Todo, de negro. Con los entierros, poco cachondeo.
Para aviso de la concurrencia ya entonces se usaban las esquelas de luto riguroso, orladas de negro y con cruz al frente. Se fijaban, para general conocimiento, en las puertas de las iglesias, porque en esta parte de Castilla nunca se usó lo de radiar las necrológicas, como aún se hace por Galicia. Los del brumoso Norte siempre supieron llevarse mejor que otros pueblos con el Más Allá desde el más acá. Ahora, tampoco. Sus velorios de tres días, las cohortes de choronas pagas, los responsos en cada cruce, con o sin cruceiro… son cosa del pasado. En nuestros días, por eso de la modernidad, los gallegos se mueren igual de mal que el resto: casi siempre en la inhóspita cama de un hospital, para luego ser velado en un tanatorio de aires asépticos, expuesto detrás de un cristal como si de un locutor detrás de una "pecera" se tratara, mal maquillado y peor trajeado. A cualquier paisano de cualquier aldea de un tiempo no muy lejano le decías que le iban a enterrar en pelotas, cubierto por un sudario, después de que su familia recibiera a los vecinos en una casa ajena y de pago… y no se moría, por no pasar la vergüenza. Bien mirado, quizá esa sea la explicación de algunos de los muchos nonagenarios e incluso centenarios que hay desde El Bierzo hasta Finisterre.
Dicho todo lo cual, en la ciudad de mis desvelos sucede que ahora las esquelas ya no son negras, sino verdes. Tan relimpias las han querido dejar que parecen más propias de Mercadona que de una funeraria, más propicias para anunciar el precio de un kilo de paraguayas que para dar noticia de la desgracia de unos deudos en trance de enterrar a un ser querido. ¿En qué les molestaba el negro sobre blanco?
En esto de buscarse acomodo para toda la eternidad deberíamos andar todos con más cuidado, sobremanera quienes ya no pueden moverse por aquello de que son difuntos. Y marcharse, marcharnos, dejando bien a las claras que nos vamos sin pretenderlo y a nuestro pesar, esperando que lo lamente siquiera un poco alguno de los que por aquí se quedan, jodidos y pocos contentos todos. O sea, con una esquela en blanco y negro, nunca en Technicolor.
Qué empeño en esforzarse por reiventarlo todo, señor. Hasta para morirnos.