Disculpará el lector, o no, pero ya no tiene remedio: esta vez, voy a escribir de mí mismo.
Tampoco tema nadie grandes confesiones ni actos de contrición. O de atrición, para quien aún entienda la diferencia.
Simplemente, me exilio, a la vista de la que está cayendo por aquí y en previsión de todo lo que aún está por llegar. Y lo intento anunciar con frases cortas, comprensibles para el común.
He sacado billete para Syldavia, el país que me descubrió aquel periodista belga, hace tanto tiempo.
Cuando llegue, espero reconocer el país que creí posible, real porque lo veía, acogedor porque me acogía entre las tapas duras de aquellas ediciones de Editorial Juventud que vendían en "Gutenberg", apilados en la trastienda, esperando quien los comprara. Por 90 pesetas te regalabas la vida de otros. Nunca has vuelto a hacer tan buen negocio como aquel.
Con aquellas lecturas, devoradas con furor de incipiente adulto de pantalón corto, creíste desde entonces que tu misión era entender el mundo y explicarlo. En eso, como en tantas otras cosas, te equivocaste y has fracasado.
Todos somos un recuento de derrotas. Sólo nos distingue el desparpajo con el que las disimulamos. Nos mantiene el público que acepta, con benevolencia, el esfuerzo de nuestra representación.
Visto lo visto desde entonces y hasta aquí, mejor pasar el rato hoy con el conflicto latente entre syldavos y bordurios que con el de españoles y catalanes. Más fácil de resolver el primero que el segundo.
Muskar XII, el rey syldavo para la eternidad congelada en el tiempo de un tebeo, se parece bastante a Alfonso XIII, aunque estorba mucho menos que su bisnieto Felipe, el que tiene por oficio ser marido de Letizia, la nieta del taxista. Hasta ese punto la ficción mejora a la realidad, aunque otros opinen lo contrario. ¿Para qué aferrarse a lo real, entonces?
Quiero recorrer las calles de Klow para descubrir de nuevo en ellas las siluetas que encontraré más tarde en la Bosnia acribillada por los morteros, en la guerra retransmitida por Reverte antes de ser Pérez-Reverte y sus polémicas (hoy, cansinas y aburridoras) que tanto llegaron a gustarte.
Mi infancia está en Syldavia porque no he olvidado lo que en ella me enseñó ese Tintin que no envejece: los malos están siempre ahí, enfrente. Y hay que combatirlos, aunque te tumben.
Recuerdo todos aquellos cuentos, tan ciertos, del mismo modo que no me queda nada en la memoria de las historias de Salgari o, ni siquiera, del libro de Karl May con el que pasé mi primera noche en vela para saber el final de una historia que me apasionaba y que sólo terminé cuando ya amanecía.
Desde entonces, se diría que han sido muchos más los atardeceres que los amaneceres, aunque la lógica te indique que deben andar a la par, como tus dos pies, tus dos ojos y tus dos manos, esa triple pareja que todavía te acompaña.
En pocas palabras: me exilio, para descansar de ustedes y de mí. En Syldavia, un país imaginario más probable que muchos otros.
Y porque este exilio es un sueño con forma de deseo que nunca se cumplirá, cuando nos veamos por la calle me comentan qué les parece todo lo que está ocurriendo.
Las palabras han perdido el valor mágico que en tiempos tuvieron pero puede que hablar siga sirviendo para espantar a los fantasmas que nos acosan, nos rodean y nos amenazan. Nunca hubo tantos ni tan peligrosos, capaces de pringar de hielo y hiel el papel de los periódicos, la pantalla de los diarios digitales, el aire de las radios…
Incluso el lector más desinformado sabe de quiénes hablo. Y aquí no hay bandos: aquí sólo hay una plaga, insidiosa y mortal, que hoza por donde otros pisamos.
Nota al margen: Este artículo es una versión, apenas actualizada, del publicado bajo esta misma columna y con la misma firma el 1 de julio de 2017, con motivo de alguna otra desazón proveniente de Cataluña, cuyos detalles ni siquiera recuerdo. Más de dos años después, ya ven cómo estamos… por eso mismo y por mucho más.
De ahí el deseo, imposible de cumplir, de partir para Syldavia.