Llegado el 24 de diciembre, si el tiempo acompaña y alguna pandemia no lo impide, Guadalajara se convierte en un hervidero de bípedos jacarandosos, empeñados en ser felices entre trago y trago. Hay cosas peores, a poco que uno lo piense.
El mayor problema de la bebida no está en sus efectos sobre las neuronas, puesto que eso sería ventaja manifiesta para quienes hacen alarde de no tener ninguna. La cuestión inexcusable es que lo que se bebe, se mea. Así lo manda la naturaleza, lo recuerda nuestra vegija y, finalmente, lo resuelve la primera ocasión propicia, en forma de esquina desocupada o portal acogedor.
Miles de meadas se ciernen este sábado incontinente sobre Guadalajara. Ante eso, los 60 retretes portátiles diseminados acá y acullá siempre parecerán pocos y, sobre todo, inhóspitos. Nada que ver con el alivio callejero a pie erguido o en cuclillas, que sólo se somete a lo que la biología nos haya marcado y los atributos que nuestra autodeterminación de género aún no haya cambiado. Mear, larga y desahogadamente, se convierte así en otra expresión más de esa felicidad a la que tenemos derecho por ser vecinos y residentes de esta nuestra municipalidad. Una sociedad relajada, en primera persona.
Aun así, hasta esto tiene sus matices. Bien mirado, los movimientos animalistas tendrían que tomar cartas en el asunto de las meadas humanas, puesto que están privilegiadas sobre las de los perros domésticos. Cada vez son más los dueños, especialmente si son dueñas, que bendicen los orines de su mascota como manda la ordenanza: regándolos con un buen chorro de vinagre diluido o producto similar, para esconder su olor. Al hacerlo así, cumplen con la exigencia del Consistorio aunque, inopinadamente, el reguero resultante sobre el pavimento es aún más escandaloso que el de la meada primigenia. De este modo, cuanto más se prevengan los olores caninos más meada parecerá la ciudad. Lo que se viene conociendo como inesperados efectos secundarios o, también, hacer un pan como unas tortas. Otra consecuencia más de haber alicatado Guadalajara entera de granito.
En todo caso, los vermús de Nochebuena son un servicio público para el bienestar general, no lo dudemos. Ayudan a la caja de los hosteleros; fomentan la sociabilidad; justifican la necesidad de un servicio municipal de limpieza; a los más viejos les traen recuerdos de la infancia, como el de los urinarios que aún yacen sepultados bajo el suelo del Jardinillo. Y, sobre todo, a los miles y miles que se han apiñado entre barra y barra durante tan intensa jornada, les facilitan el trance de la cena familiar: no hay modo más sensato de sobrellevar a los cuñados que llegar cocido a casa. Entre el punto y el punto y medio es suficiente para practicar la evasión interior que facilita el alcohol y así soslayar las estupideces del adjunto de la silla de al lado; y hacerlo en silencio, con discreción y entereza para que tu madre no te arree una colleja o una mirada sumarísima, que es lo peor.
Una dosis adecuada de vermuteo guadalajareño nos mantendrá erguidos, sin necesidades perentorias de acudir al cuarto de baño ni siquiera durante el discurso de Felipe VI. Algunos han conseguido grandes habilidades al respecto, tras duros entrenamientos durante los últimos años.
Ténganlo en cuenta. Sobre todo, a la hora de mear: ni hacerlo sobre el zapato propio ni sobre pared ajena. Es la norma de la nueva urbanidad.