En pocos minutos serán las nueve de la mañana de un domingo cualquiera, que es este en concreto, el del 21 de abril de 2024, cuando el hombre alivia la vejiga a sus anchas en plena Plaza del Jardinillo, parapetado en la parte trasera de un kiosco de prensa que ya ha dejado de serlo.
El hombre mira, desde la lejanía, a este paseante, más por cerciorarse de que puede seguir meando que por la sospecha de que tenga que cortar el chorro.
No hay caso: nadie le impide culminar su obra de arte temporal, grafiteando la pared negra con la orina, impregnando de olores nada fragantes el entorno, dejando un generoso charco ante la mirada, lejana, de un desarmado Neptuno que hace años llora su mano amputada.
Lo que ignora ese individuo (cerdo, guarro, incívico) es que su meada es una pura parábola del signo de los tiempos, sobre todo por esta parte del universo.
A muy escasos metros de distancia y a tres o cuatro de profundidad, desde hace décadas quedaron enterrados los urinarios que allí había en tiempos de sombreros hongos y levitas y de los que ciudad prescindió, con supuesta modernidad, hace más de medio siglo. Los del Jardinillo se clausuraron, aunque luego harían otros en la Concordia, de improbable e inconstante mantenimiento.
Ya metidos en este siglo, llegaron a la capital de la Alcarria unos intergalácticos urinarios, brillantes de aluminio y autolimpiables. Se manchan menos, sí, sobre todo porque casi siempre están cerrados, ajenos a los afanes del incontinente que aprieta el botón verde sin lograr que se abra la puerta. No hay redención para el prostático.
Desde hace algunos años, lo que ocupa a los munícipes y preocupa a los ciudadanos de esta ciudad reconvertida en pueblo-dormitorio de Madrid, son las sanciones para quienes no controlan a sus perros cuando estos levantan la patita.
Amenazaron con multas estratosféricas que no han llegado para dejar de manchar las calles, que siguen sucias. Y en eso no hay discriminación por géneros, porque las perras anegan las aceras tanto como los machos, despatarradas ellas y con más desparpajo incluso que aquellas viejas de pueblo que meaban, imperturbables, mientras esperaban el autobús a la vera del Infantado. Vida y media ha pasado de aquello y la orina, por otras vías pero con los mismos orígenes, ya ven que continúa.
Con tanto ir y venir por estos escurridizos vericuetos, a lo que llegamos es a la rotunda conclusión de que la ciudad es ajena a los designios, bien poco divinos, de quienes la gobiernan. O más, bien, de quienes se justifican en que pretenden hacerlo.
El meón del Jardinillo ha terminado ya, a estas alturas, su experimento: desaguar sin que nadie le incomode, al igual que tantos otros perpetran cada madrugada del fin de semana, para no llevarse los restos del cubata a casa.
Quizá, si las intenciones de algún concejal terminan por prosperar, pronto se reabrirá eso que fue kiosco, convertido en punto de venta de nuevas ilusiones. Lo que es seguro es que los periódicos no volverán, confinados a la barra de algún bar, donde el ocioso los lee mientras se atempera el café.
El guarro se ha ido y nos queda su presencia, aromas de primavera en la ciudad.
En la urbe nació la urbanidad y con esas normas fueron (con)viviendo durante siglos los que nacían, crecían y morían unos junto a otros.
Qué viejo resulta todo eso en este futuro que se hace presente arrollado por la desidia, con casi todos inhibiéndonos ante tanto desinhibido.
Y qué ganas de mear, sin saber dónde.