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21 noviembre 2024
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Me gustar ser europeo, para rezar o maldecir

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Ahora que ya resulta invivible ese campo de minas y de vómitos que es Twitter, flanqueado por el patio de porteras que es Facebook y el kindergarten a todo color de Instagram, disfrutemos de los libros. Será justo después del Lunes de Pascua, un 23 de abril como otro cualquiera, cuando te venderán más baratas las coloridas tapas de cartoné y todo el pensamiento que llevan dentro, en apelmazadas hojas de papel. Acércate a los libros y comprobarás que no muerden, sino que ilustran la mente incluso cuando no lleven "santos" entre tantos renglones.

Alemania no es Merkel del mismo modo que España no es Santiago Abascal. Desde luego, tampoco Pedro Sánchez. Ni siquiera Rufián, tan celtibérico y castizo en su heterodoxia iletrada llena de verborrea. Y no fue en Cataluña, ni en España sino en la Alemania de Gutemberg donde se produjo el feliz invento de la imprenta, hace más de medio milenio. Más cerca de nosotros, otros alemanes avivaron hogueras para quemar las obras de los proscritos, como nuevos savonarolas vestidos de soldados de opereta, entre cruces gamadas.

Europa son sus libros, pero también sus iglesias. 

En esta Semana Santa de hipernacionalismo latente y cabreado, los habrá que peregrinen hasta los pasos murcianos de Salzillo, por aquello de honrar las tradiciones del terruño. Este paseante prefiere acercarse al centro del continente, a la Lieja también católica y episcopal, donde reina el diablo, al lado del Cristo más humano. Es allí, en el púlpito de la Catedral de San Pablo, donde Lucifer nos atrapa con su radical belleza. El escultor Geefs entregó al obispo la escultura el mismo año en que Marx daba a la imprenta el "Manifiesto Comunista". Tentaciones distintas.

Sólo cuando estás a punto de volver a la calle es cuando reparas en la descomunal belleza, vencida, de otro hombre. Es Dios, dicen, el que está ahí, muerto en piedra viva. Lo esculpió Delcour en 1696 y de tan barroco que se nos presenta se nos hace irresistiblemente moderno. Palpita el cuerpo inerme. Cuando te paras ante Él, otros lo hacen también. Incluso un viejo, azorado, se santigua, sin saber muy bien por qué y por si acaso.

En la compañía y en la visión de este "Cristo yacente" me siento feliz, en ningún caso devoto, ni atormentado. Tampoco sobrecogido. Es como estar, de nuevo, en casa.

No puedo evitar que una sonrisa asome por las comisuras de mis labios al comprobar, con una distancia de apenas treinta metros y bajo la misma nave catedralicia de esta a veces gris ciudad valona, que Europa existe. Que es posible ser europeo, saberse europeo, sentirse europeo y por europeo, sentirse libre, saberse libre, ser libre. Honrar a Dios y al diablo bajo el mismo techo.

Libre para rezar a Dios sin molestar al prójimo o para maldecir en compañía del bello Lucifer, sin ofender a nadie.

Santa semana esta de espacios abiertos en la que los sueños son de piedra hecha carne entre nosotros. Resucitar en europeo quizá sea el sueño de cualquier español sensato. O de cualquiera que aún aspire a ser, saberse y sentirse libre.