Hace algunos días, LA CRÓNICA recordaba que la provincia de Guadalajara sólo admite como rival a Jaén en la disputa por ser la que más castillos y otro tipo de fortalezas tiene en España. Casi dos centenares, sin ir más lejos, sumando todos los conceptos. Pues aun así, nadie relaciona a Guadalajara con esta riqueza.
Lo de promocionar los castillos de esta tierra pasándolos a 3D, como dicen que se va a hacer, es una opción. Otra, tanto o más sensata, es animar a visitarlos. Es lo que hacen, por ejemplo, en un país que ocupa 2.586 kilómetros cuadrados frente a los 12.190 de la provincia de Guadalajara o los 13.496 de Jaén. ¿Quién da más? Pues en entusiasmo promocional, los luxemburgueses, sin duda. Por eso se han merecido la atención de este diario y confiamos que también la de sus lectores, porque el asunto tiene su interés y muchos matices.
La Oficina de Turismo tiene establecida desde hace tiempo una ruta, «El Valle de los 7 Castillos», aunque las fortalezas de interés son muchas más, agrupadas en una asociación que protege estos restos y los difunde. El más perezoso puede hacerlo en un grupo, durante 4 horas y al precio de 185 euros. LA CRÓNICA, como era previsible, ha optado por conducirnos, y conducir en el sentido literal, por esas carreteras, vivir la experiencia particular… y contarla
Por eso, y para empezar, nos vamos a permitir cambiar el orden propuesto, ya que el mayor atractivo no está en los propios edificios –que no se pueden ver por dentro– sino en el entorno y en otras circunstancias. En cursiva, incluimos los argumentos más oficiales, como que un paseo por el Valle de los Siete Castillos permite a los visitantes experimentar Guttland, una región del Gran Ducado con una de las densidades más altas de arquitectura medieval de Europa.
Pero empecemos ya y, más concretamente, por donde queremos:
Hollenfels, más allá y más acá de su castillo
El torreón del castillo de Hollenfels tiene 39 metros de altura y domina el estrecho valle de Eisch, ofreciendo unas vistas impresionantes. El castillo fue mencionado por primera vez en el siglo XI. Cambió de manos repetidamente a lo largo de los siglos. Hoy en día, las murallas históricas albergan un centro juvenil. Rue du Château, L-7435 Hollenfels
Llegar a este pequeño pueblo requiere haber remansado el espíritu por una carretera que atraviesa un bosque desde Ansembourg, te sube a una planicie llena de grandes prados y te planta como sin quererlo, delante de un cementerio.
Hollenfels es un pueblo pequeño con un cementerio pequeño, como cabe imaginar. Ambos están cuidados con celo y sin aspavientos. La puerta del camposanto es de hierro, una puerta que gime cuando la empujas, como deberían ser todas aquellas que guardan a los que nos precedieron, imitando el tañido melancólico de una zanfona. Entre las sepulturas, los ojos se van pronto hasta la de un matrimonio, que descansa bajo la piedra y arropado por una frondosa vegetación que a uno le recuerda, salvando las distancias, a la de Albert Camus en Lourmarin, de la que alguien ha escrito también en este periódico. No es el único caso:
Unos metros más allá llegamos al propio pueblo, con su castillo al final de una cuesta. Al buscar la entrada, compruebas que la imponente mole es inaccesible, como te confirma un muy amable paisano, azorado porque hayas venido desde España para no poder entrar. «Es que Google dice que está abierto, pero está en obras, ya lo ve usted», insiste como quien da, afectuoso, el pésame. Últimamente, parece un empeño universal culpar al célebre buscador de todos los males del planeta.
Antes de proseguir el camino saludamos por última vez a los que descansan, para toda la eternidad o hasta que la Tierra aguante, en ese cementerio que ya no nos resulta tan desconocido.
Castillo de Mersch
La ruta del Valle de los Castillos comienza, según la ortodoxia, en Mersch, donde los munícipes han ocupado para sus usos la antigua fortaleza. Le queda la solemnidad del puente de acceso, que no es levadizo, sino señorial, así como parte de los muros exteriores originales, lo bastante fuertes como para resistir un asedio.
En vez de olor a sudor, sangre y quizá lágrimas, tras casi ocho décadas sin guerras por estos contornos, a lo que huele es a flores y a la paz de la mañana. Enfrente, la torre de la iglesia de Saint Michel se empeña en pedir protagonismo en este pueblo que es grande y parece próspero.
En caso de ir con críos, no le quedará más remedio que asomarse hasta la escultura del dragón y, quizá, leer la historia del panel mientras la prole se desfoga.
Este recorrido combina las siete mansiones en un solo viaje, comenzando en el castillo de Mersch. (El castillo es el Ayuntamiento de Mersch y solo se pueden visitar los exteriores).
Castillo de Mersch – Place St Michel, L-7556 Mersch
Castillo de Schoenfels
La torre de 17 por 13 metros y 21 metros de altura es la torre de defensa habitada más impresionante de la región. Los orígenes del castillo se remontan probablemente al siglo XIII. El torreón fue transformado varias veces a lo largo de los siglos.
Rue du Village, L-7473 Schoenfels
Todo el norte de España huele a purines, para espanto de los turistas más remilgados. En algunas partes de Luxemburgo, también. Sea o no una amenaza global el metano de las vacas, el caso es que haberlas, haylas y en buen número por aquí, desde la frisonas para la leche hasta rebaños enteros de jaboneras, habrá que suponer que para carne.
Como ocurre cuando pastan y pasa un tren, la torre del castillo de Schoenfels les genera una absoluta indiferencia. Y no tendría que ser así, pues para estos animales y para los bípedos con similar sensibilidad está ahí bien firme, desde hace siglos, dando sombra y cortando el aire. Y a nosotros el aliento, si miramos hacia lo alto, desde su base.
A su gusto andan las vacas por los prados y el visitante también puede hacerlo por la floresta que nos rodea, con un césped que más bien es hierba alta y mojada por la escarcha, entre bancos desperdigados sin orden establecido.
Porque aquí tenemos ya, y eso que casí aún estamos empezando, una de las claves del mucho valor que puede tener este viaje dentro de un viaje: la belleza, intensa, del paisaje.
Castillo(s) de Ansembourg
El castillo fue construido entre 1639 y 1647 por el pionero de la industria del hierro, Thomas Bidart. El castillo en sí es desde 1987 propiedad de la comunidad religiosa japonesa Sukyo Mahikari y no está abierto al público, pero se pueden visitar los jardines en terrazas con su colección de esculturas, como el llamado «callejón mitológico», que reúne 10 esculturas de personajes mitológicos griegos y romanos.
10, Rue de la Vallée, L-7411 Ansembourg
Ansembourg tiene dos castillos, uno al pie de la carretera y el otro, en las alturas. Este último lo administra el dueño, hospitalario para quien quiera pagar el precio de una noche. En el de abajo, también privado y que sirve de frecuente escenario para fiestas y saraos, la visita de los jardines es libre y merece por sí sola echar un rato, bien largo, paseando y contemplando. Comienza a las diez de la mañana, no hace falta madrugar.
El edificio principal admira por sus dimensiones. Las puertas de piedra nos hacen parar, antes de franquearlas, para contemplar los leones que hacen de inmóviles guardeses. Pero lo que en verdad sorprende es el juego de lo humano con la naturaleza.
Si algo justifica la industria de los viajes es la imposibilidad de compartir con fidelidad las sensaciones que produce un lugar. Eso es lo que pasa con Ansembourg porque, más allá del diseño formal y de lo cuidados que están los jardines, lo más relevante es la inmensa belleza de los bosques que los encierran, que los arropan y que convierten todo esto en una especie de representación teatral de dimensiones descomunales. El Rey Sol nunca tuvo en Versalles un telón de fondo tan rico como este. Y el que no lo crea, que se venga y lo compruebe.
Por lo demás, hay mucho de potager (en francés suena mejor) entreverado de estatuas, con frutales que, literalmente, se suben por las paredes, como esos perales ahora en sazón que fructifican mientras se agarran impávidos a un alto muro de piedra.
El agua y las flores completan la armonía de un decorado hecho por el hombre pero respetando, como aliada, a la Naturaleza. No es imposible.
Una iglesia por un castillo en Septfontaines
Castillo que data del siglo XII. Hoy en día, de propiedad privada.
1, Rue du château, L-8395 Septfontaines
Para seguir sorprendiendo y romper las reglas, la ruta nos lleva a los pies de un castillo, que no veremos pero que intuimos, y nos situa ante una iglesia, a la que no entraremos. Aun así, lo disfrutamos un largo rato.
En Septfontaines, el cementerio está en el medio del pueblo, alrededor de la parroquial de Saint-Martin. Por aquí hubo, hace tres décadas, dinero europeo para adecentar el templo y el camposanto, que si destaca es sobre todo por la media docena de pilares tallados, coronados por figuras que semejan emular a las románicas pero que son obras de algún artista del siglo XVIII. A la segunda talla que recorres con la vista ya no hay duda de que formaban parte de un viacrucis. Cuando observas que la trasera de todas ellas es lisa, resulta obvio que fueron esculpidas para otro emplazamiento.
El sacristán lo podría haber aclarado, pero se nos ha escapado sigiloso sin ni siquiera un bonjour. Tarea pendiente la de resolver, alguna vez, este misterio.
Koerich, con su castillo y más
El castillo recientemente renovado de Koerich «Gréiveschlass» es un ejemplo típico de nuestros castillos de las tierras bajas. Con su impresionante torre y sus muros exteriores dispuestos en un cuadrado casi perfecto, forma una unidad notable con la iglesia barroca de Koerich y las casas antiguas.
Rue du Château, L-8385 Koerich
Vamos terminando. Con una ruinas bien llevadas, porque ilustran sobre lo que se puede hacer cuando se junta el dinero de una administración y el afán por la perfección de unos arquitectos, con el objetivo de preservar unos restos inestables.
Ahora, por el exterior, los muros se mantienen verticales gracias a unos tirantes que, orgullosos de su cometido, no se ocultan a la vista sino que, como diría el pedante, «dialogan» con los visitantes. Como dialoga el responsable de la oficina de información, que facilita los folletos disponibles sobre el castillo, la región y el propio país.
La oficina ocupa buena parte de lo que en otros países sería un simple solar. En un lateral se abren al curioso las bodegas, que lucen renovadas y son una parte divertida de un recorrido que se prolonga, indefectiblemente hasta la iglesia de Saint Remi, escaleras arriba.
Al viajero, con más hambre que cansancio, ya sólo le asalta la duda sobre quién sería la Frau Maria a la que se refiere el oratorio levantado en 1723, entre el castillo y el templo.
Segur que si hay almas, la suya sobrevolaba por allí al invocar su recuerdo.
Como alma tienen los castillos que hemos visto y, sobre todo, la tierra donde pusieron sus cimientos y donde nosotros hemos echado efímeras raíces.