En la ciudad aún hay monjas de clausura, por ajeno que les parezca a algunos. Viven y rezan bajo los tejados añosos, cobijadas por su Dios.
Por la mañana, cada mañana, sin ser vistas pero sí oídas sus plegarias, se asoman a la iglesia desde las sombras, para seguir la misa, en un ritual que se repite como cada alba después de cada noche, hasta que llegue el final de los tiempos que tanto movilizó a los primeros cristianos y que nunca llega.
En lo alto del tejado, el convento no tiene una veleta, sino dos.
Ese sencillo artilugio bien podría ser el signo y el símbolo de nuestro tiempo. En su dirigirse hacia donde le marcan los vientos, sin más voluntad propia que ninguna, es un calco de lo que tantos son. Más bien, como casi todos son o somos, tan influidos por lo que dicten donde Broncano o lo que sentencie el pelirrojo de «El Hormiguero»; atentos a lo que marquen «X» o Facebook o incluso esos conquistadores de tierras ignotas, nuevos holandeses en busca de su América redentora, refugiados en la naciente Bluesky.
Lo de tener criterio propio lo dejan para mañana los unos, los otros y los de más allá.
Es por eso que este paseante se ha quedado doblemente pasmado (por el hielo del amanecer y por lo que se apreciaba en lo alto) al contemplar la discrepancia sorda de las veletas del convento: una, mirando casi hacia el norte; la otra, buscando las luces del amanecer, que pese a tanto iconoclasta, siguen llegando desde el Oriente.
¿De verdad que hasta aquí, tan en lo menudo, se está dividiendo el mundo en dos bandos irreconciliables?
La explicación mecánica a todo esto es que una de las veletas, si no las dos, esté agarrotada. Como no hace viento, imposible saberlo.
Habrá que volver en otro momento para salir de dudas y verificar cuál de todas las posibilidades es la correcta:
• La más grande es la que dice verdad, porque funciona.
• Es la pequeña, en respeto a las minorías, la que manda y cumple.
• Las dos se han parado, en huelga de veletas oxidadas, anarcoides enhiestas y silentes.
Sea cual sea la realidad, ahí tenemos parte de nuestra esperanza si hasta más cerca de los cielos que nosotros, pie a tierra como estamos, hay quienes se niegan a seguir el rumbo de otros. Especialmente, la estupidez de otros. La idiocia rampante. La vida reducida a dejarse llevar a sotavento o por barlovento, sin timón.
Son dos veletas pero podríamos ser nosotros.