Están apareciendo las listas de los partidos políticos con los nombres de sus candidatos al Congreso de los Diputados y al Senado. Aunque lo lógico es que en ellas estuvieran las personas más adecuadas para cada puesto, no ocurre así. Y es que tras cada lista hay una mezcla de intereses y equilibrios, normalmente ocultos y difíciles de justificar, que condicionan a los grupos políticos, el resultado electoral y la dinámica parlamentaria desde antes de empezar la Legislatura.
A priori, la misión de los candidatos es exponer Programas Electorales y, en función del resultado electoral, llevar a cabo tareas de gobierno u oposición. Exponer y llevar a cabo. Es la cuestión principal. Quiénes han de hacerlo es secundario.
Se da por supuesto que lo que se expone es fruto del estudio de la realidad nacional y la forma de encararla desde los principios programáticos de cada grupo político, actualizados para el momento con la forma de Programa Electoral.
Sacados los Programas Electorales de la conclusión obtenida en la última confluencia nacional del partido (Congreso Nacional, o como se llame en cada formación política), en principio no se cuestionan métodos y posibilidades de poner en practica (y conseguir) lo que se oferta. Importa más decidir qué conviene dar a conocer del Programa, las dosis en que se va a suministrar, y los momentos que para hacerlo aconsejan los expertos. A la vez, y aparte, la lista de candidatos. Hubo alguien, Tierno Galván, que ensució el tándem Lista-Programa con una idea asquerosa que envilece: Los Programas Electorales no están para cumplirse, sirven para ganar elecciones.
Exponer y llevar a cabo. Estamos en la fase de exponer; o contar qué se pretende con unos programas con los que se intenta convencer al electorado, aunque el compromiso sea escaso. En esta fase, de exponer propuestas, importan éstas y la imagen del partido, menos la identidad de los miembros de la lista. Se argumentará, buscando convencer, que se pretende el gobierno de los mejores para llevar a cabo el programa. Con ello, los de la lista, sean quienes sean, se convierten en los arístos, los mejores. De ese artificio disfrazado de argumento nace la justificación. Se disfraza como equipo óptimo para desarrollar el programa de gobierno o controlar un ejecutivo adverso. Pero de lo que se trata es de la lista. O, por mejor decir, del uso de la facultad para hacer listas. Importa poco que el uso se convierta en abuso, que lo que se haga sea contrario a lo que convenga y que lo que se oferte tenga que ver, o no, con la realidad y los intereses nacionales o de partido. Por eso, las listas y los equipos que resulten de ellas no son consecuencia racional de nada. Pervirtiendo la práctica, de hecho, la facultad de hacer listas se convierte en un arma interna capaz de subordinar todo para encajar nombres y conseguir los equipos que convienen a quien nombra.
¿Pero a quién interesa y quiénes son los nombres que convienen en las listas? Con el interrogante se entra en el meollo que hay en la confección de listas. En él no confluyen pretensiones altruistas fruto de estudios de partido, programas electorales que atiendan necesidades, ni las capacidades de los que se incluyan en ellas. En el meollo lo que prima es la ambición. Ambición edulcorada en el juego de intereses que administra quien hace la lista y en el que participan los que aceptan y consiguen ir en ella. Todo ello en consonancia menor, casi asonancia, con los programas ofertados, la capacidad del grupo, y – lo que a la postre no es grotesco – con los que han de votar.
En este barullo ordenado de intereses, frustraciones y ambiciones, la facultad de poner o quitar nombres en la lista se convierte en un arma – de corto, medio y largo alcance – cuyo uso aparece como síntoma, que pone en entredicho el sistema y roza el precepto constitucional que impone democracia interna en los partidos políticos.
En el momento político actual, parece que en algunos partidos está ocurriendo lo mismo: La facultad-arma de hacer listas electorales condiciona todo. Sin ecuanimidad, no hay méritos ni fieles, prima el amiguismo, y aparece un servilismo cerril que resulta estúpido. Tampoco hay voluntad de intentar que las cosas se hagan bien. Se necesitan gestores para tareas de gobierno que son conocidas, pero los gestores no cuentan, ni se buscan. Importan más equipos dóciles, que no molesten con inteligencia o ideas. Puede que sean ineficaces, pero con ellos se formarán unos grupos parlamentarios manejables, aunque sean mediocres; también una ‘masa orgánica’ subordinada a quien la nombró, dependiente de él; y dispuesta para planes de futuro. El síntoma es común en los partidos viejos (PP, PSOE, PNV, ERC, Grupo Mixto…), y en las formaciones nuevas (Podemos, C’s, Vox…)
No oculta el síntoma ni remedia, pero ayuda a entender la situación poner cara y nombre a quienes hoy usan las listas electorales como arma. También ayuda, a entender sin disculpar, ahondar en sus motivos; y en su valía.