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11 noviembre 2024
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Julio Camba resucita en Madrid gracias a Luxemburgo

Mientras caía la tarde sobre este jardín de Madrid, bajo la bandera de Luxemburgo y entre voces de todos los continentes, la nostalgia del futuro llevaba, inevitablemente, a la melancolía.

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Ya son pocos los que recuerdan a Julio Camba y sus lecciones de periodismo. Puedes recorrer las tertulias de radio y las de televisión y no encontrar ni un átomo de aquel sanísimo cinismo, salpimentado con sarcasmo, que prodigaba el gallego en sus artículos. Todo es trinchera y vacuidad. Los columnistas que todavía guardan algún parecido con los grandes clásicos se nos van muriendo, al ritmo acelerado con que cierran los kioscos para no volver a abrir, cualquier mañana. Será por eso que así nos va, dentro y fuera del oficio.

Invocaba a Julio Camba este jueves, primer día del verano en los termómetros, desde la casa del embajador de Luxemburgo en España. ¿Qué hacía el arriba firmante por allí? Se lo preguntará el lector y se lo preguntaba uno mismo, camino de la entrada. El afán de aventura, que no conoce límites.

Una recepción en la casa de un embajador es de esos pocos momentos en la vida en los que no sirve de nada llegar pronto y en los que se disculpa, pero de forma comedida, llegar un poco tarde.

El invitado debe llegar a tiempo de saludar a los señores de la casa y evitar caerse a la piscina, por este orden. Esas son las dos grandes normas de precepto, junto con la de no abandonar el recinto antes de que termine el discurso del anfitrión. El de Christian Biever, representante de Luxemburgo en esta tierra, fue breve y bien labrado, con alusiones pertinentes y palabras precisas, en un buen español.

Por allí, en el jardín, le escuchaba atento el embajador de Ucrania, que agradeció con un gesto la alusión a la guerra que desde hace un año nos ha invadido a todos el alma, la economía, la geopolítica y este presente tan complicado que a todos nos ocupa. Pero los muertos los están poniendo ellos.

Hubo un tiempo en que la diplomacia se hacía en español, antes de que el francés se impusiera, cuando era difícil prever que todos terminaríamos hablando algo a veces parecido al idioma inglés. De aquellos siglos en que la lengua de Castilla viajaba por Europa hay un recuerdo permanente en la ciudad de Luxemburgo, que en su pleno centro tiene una calle principal dedicada a Felipe II. Ahora vas y se lo cuentas a algún nuevo alcalde de ciertas capitales españolas a ver qué opina, mientras contiene la risa…

Ser un pez en pecera ajena le anima al periodista, por un momento, a intentar analizar todo y a todos los que le rodean con espíritu de entomólogo. Pero se contiene, sobre todo gracias a la feliz conversación con una de las diplomáticas más amables y bellas de la reunión. Una suerte inesperada. Así, con la charla, puede uno contener la imaginación y evitarse la vergüenza, propia y seguro que también ajena, de intentar pontificar sobre lo que desconoce. Miras y remiras y terminas por ver a un nutrido grupo de embajadores y funcionarios de alto nivel enfrascados en su trabajo, que es hablar poco (aunque se hable mucho) y escucharlo todo, a ver qué hay de nuevo y de interés. Como en cualquier bar de cualquier pueblo, pero a otro nivel.

Para un español ajeno a la diplomacia y periodista, la mejor lectura de que se celebre el cumpleaños de un Gran Duque como la Fiesta Nacional de un país es, acabas de caer en la cuenta, poder dar el valor que tiene a la palabra. Como las dichas por el embajador Biever cuando pedía «mantener en alto los valores europeos que nos definen y nos unen». Europa no es nuestro país pero sí nuestro más hermoso sueño.

Mientras caía la tarde sobre este jardín de Madrid, bajo la bandera de Luxemburgo y entre voces de todos los continentes, la nostalgia del futuro llevaba, inevitablemente, a la melancolía.

Y una apostilla final: a Julio Camba le negaron en 1931 la embajada por la que suspiraba. Más terminaría perdiendo la República.


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