Esto no es la crítica de una corrida de toros. O quizá sí, ya que nunca nada es completamente como queremos.
Esto es, simplemente, Madrid un 15 de agosto, lleno de vidas deshabitadas entre calles vacías.
Junto a la M-30, donde suele soplar el aire con furia de galerna, este jueves hace el mismo calor de todos los veranos, entreverado de turistas japoneses como de costumbre.
Por Las Ventas, recocida la ciudad bajo un sol de plomo, ni siquiera aguanta en la puerta grande el torerillo en huelga de hambre, ese que pide una oportunidad y que no regresará, para dejarse ver, hasta que el festejo termine, con la noche ya caída.
Entre uno y otro momento, 6.000 temerarios se atrevieron a sentarse en los tendidos de la plaza. Desde allí vieron la sonrisa inmensa de Rocío López en el callejón, la primera alguacililla del coso venteño. Apretados en el 8 o salpicando el 10, muchos alcarreños. En los bajos del 9 y pegados al 7, nutridas cuadrillas de seguidores de Juan Ortega, un hombre que ya frisa la treintena y que podría haber sido molinés de no haber nacido en Sevilla para luego recriarse taurinamente Guadalquivir arriba, donde los califas.
Difícil que esto pueda llegar a ser una crítica taurina cuando los siete engendros con cuernos que echaron al ruedo fueron mastodontes descastados, para mayor desdoro de un empresario malagueño que tiene para su fortuna mejores negocios. Más ajustados a la casta parecían, si se permite la exageración, los cabestros de "Florito" cuando engatusaron con sus cucamonas al que hacía segundo.
Da igual que así fuera.
A este que les escribe hubo un momento en que el codo se le hizo huésped y alertó al vecino de localidad para que viera el modo en que Juan Ortega se movía en la plaza, a la espera de los piqueros, con el capote bajo el brazo, pegado a su cadera izquierda, recogido como un náufrago el percal. Fue tan rápido, que el de al lado no vio nada más allá que a esa molestia con patas que le acababa de importunar.
Minutos después, cuando Ortega empezó su sinfonía de naturales, uno a uno, hasta abrocharlos con un pase de pecho como Dios debió soñarlos en el cielo, la plaza era un rugido ronco, el bramido de Las Ventas que surge de las almas incendiadas.
A Juan Ortega hay que verlo y hay que sentirlo. Y hay que sentirlo por él también cuando asumimos que, muy probablemente, nunca será un torero de éxito y de fama. Los del dinero no le necesitan para que la tramoya de La Fiesta siga sujetando el tinglado de despachos y taquillas. Este hombre que, aun veinteañero, hace ya mucho que es un tío cabal, regala arte por quintales al precio de una entrada. Como cualquier aficionado con ojos sabe, bien sabe él de sus carencias para matar y para lidiar. ¿Irremediables? Ya se verá. Anda el planeta de los toros esperando a que dé un golpe en la mesa, un sartenazo gordo que haga eco y nunca llega. Quizá no llegue nunca.
A estas alturas de la faena y del artículo, pasado el sainete con el descabello, lo que queda es paladear la victoria de los derrotados, que somos casi todos: usted y yo, el guapo y el feo y hasta el compañero del trabajo, ese que parece un cacho de carne y que tanto no molesta. Asumirnos mortales, como aconsejaban en la Italia que paría césares y no salvinis, ayuda más que a aceptarnos, a disfrutarnos.
Nuestras virtudes se sustentan en nuestras limitaciones y así vamos tirando. Nada es nada absolutamente.
Será por todo eso que a Juan Ortega, torero en el ser y en el estar, hay que ir a verlo, para disfrutarlo. El que quiera pases a granel tiene donde elegir. Y el que quiera famosos, que se ponga delante de un televisor hasta fundirse las pestañas y el cerebro.
La belleza, que es un triunfo fugaz e inaprehensible, volvió a mostrarse sobre el ruedo de Madrid otro 15 de agosto, como un año antes.
Lo que no tiene medida es lo único eterno. O sea, eso indefinible que Juan Ortega hace porque así le parió su madre.