Juan Ortega Pardo es un hombre culto, que este 8 de octubre de 2022 cumple 32 años. Al caer las campanadas de la medianoche, los más cercanos tenían preparada la tarta para celebrarlo, cuajada de velas. Porque los suyos le quieren como hijo, como hermano, como amigo.
Todo eso sucedía en el hotel cercano a Las Ventas donde se viste Juan Ortega cuando torea en Madrid. Apenas habían pasado unas horas desde que, sobre la arena, el trianero más checano (o el checano más trianero, según se mire) había vuelto a detener el tiempo. En la capital de España lo ha hecho en más de una ocasión, contraviniendo los postulados de la física y haciendo bramar olés incluso a los más burros de entre los burros de la andanada.
Lo de esta tarde otoñal, con el sol acariciando un cielo enmarañado, volvió a ser un ramo de fogonazos, con la noche ya asomada a los tendidos, los focos encendidos, el alma arrebatada. Quien lo vio, lo disfrutó; al resto, sólo le cabe imaginarlo y no es posible revivirlo con una crónica al uso.
Una hora más tarde, en la puerta de arrastre, Jacinto todavía levitaba a una cuarta del suelo, feliz. Porque Jacinto Ortega es el padre del diestro, la cuota molinesa compartida con su señora esposa, molinesa también. Con el paso de los años, el recio acento de aquellas tierras se ha entreverado de un fondo sevillano, aliñado todo con la exuberancia retórica de quien se apasiona por lo suyo con el fundamento que dan los hechos: la inenarrable faena al quinto toro en el coso venteño.
A Juan Ortega hay que ir a verle a la plaza con la confianza que cada uno concedemos a nuestra propia vida cada mañana: a ver qué sale cuando, después de levantarnos, franqueamos la puerta de casa, avanzamos por la calle y respiramos trece veces por minuto, sin pensarlo. A veces no pasa nada. A veces, ocurre lo deseado.
Más allá de las polémicas acerca de la tauromaquia, negar que lo que Juan Ortega alcanza con el capote y con la muleta es belleza más allá del tiempo y del espacio sería negar una evidencia. Lo han conseguido otros antes que él, aunque de distinto modo, y mientras el abolicionismo lo permita, otros lo harán. Pero pocos, si acaso hay alguno, con la pasmosa inmensidad de cualquiera de sus pases cuando acarician, de tanta lentitud, la eternidad. No siempre, pero ocurre.
Einstein estableció que el tiempo y el espacio son una misma cosa. No lo desmintamos. El alemán lo descubrió asomado a su triste oficina, funcionario de patentes, en la brumosa Suiza: nada más alejado del sol de Sevilla o de Córdoba y de sus enseñanzas. Si hubiera estado sentado en un tendido, de sol o de sombra, viendo a Juan Ortega, el célebre científico habría llegado a la misma conclusión, sin tanto esfuerzo, con más satisfacción.
Ahora sólo falta que la magia se repita, quién sabe cuándo, en la plaza de toros de Guadalajara, que Juan Ortega aún no ha pisado. Menos mal que a sus medio paisanos alcarreños siempre les quedará Madrid, tan a mano. Y, siempre, sus faenas, más allá del tiempo y del espacio.