Mi hermano, Carlos, se nos murió hace 4 años cuando tenía 61 y muchas ilusiones y deseos por cumplir. 26 años antes, a él y a mí, se nos había muerto nuestro hermano mayor, Alfonso, con 37 años, y aquel terrible suceso nos unió a los dos hermanos aún más de lo que ya lo estábamos, pese a que él era más de cuatro años mayor que yo, una distancia que se va acortando según te vas haciendo mayor y las horas van teniendo cada vez menos minutos.
Carlos y yo, desde que enterramos a Alfonso bajo un ciprés de sombra afilada en el cementerio de Taracena, hicimos crecer nuestra hermandad hacia una amistad reconfortante para nosotros y nuestros padres, que veían en esa relación fraternal y amical un paliativo para el dolor por la pérdida del primogénito.
Carlos era un maestro vocacional y muy competente, un gran compañero para todos sus compañeros y un buen amigo para muchos amigos, a quienes ayudó a hacer mejores los colegios por los que pasó: Somolinos, Zaorejas, Cifuentes, Azuqueca, Marchamalo y Rufino Blanco, donde se jubiló 17 meses antes de morir, demasiado joven para irse, aunque ya no tanto para el rock and roll, que no era su música preferida, pero que la conocía como el mayor experto porque la música era su pasión, sobre todo la tradicional.
Cuando ambos éramos niños —y yo siempre cuatro años menor que él—, nuestro padre, que era también un maestro vocacional y un apasionado de la música, nos dejó una guitarra para que comenzáramos a iniciarnos en ella con sus enseñanzas y consejos. Yo, ya desde pequeño aprendiz de casi todo pero perito solo en alcarrias, pronto me cansé de rasguear el instrumento y solo ser capaz de sacarle unos gruñidos parecidos a los de un gato cuando le pisan el rabo. Carlos, en cambio, talentoso, constante y tenaz como pocos, pronto comenzó a hacer sonar aquella guitarra con soltura y gusto, un objetivo en el que mi padre insistía.
Mientras él tocaba cada vez mejor la guitarra en el despacho de mi padre, que ambos compartíamos en el tiempo de estudio y en el de ocio activo, yo escuchaba con los cascos puestos discos de la extraordinaria colección de LP’s que llegó a tener nuestro hermano, Alfonso: Yes, Greenslade, Jethro Tull, Peter Frampton, Eric Clapton, The Doors, The Who, Emerson, Lake & Palmer, Premiata Forneria Marconi… y, por supuesto, los Rolling Stones, su grupo preferido y al que anteponía a los Beatles, a quienes respetaba, pero consideraba “muy blanditos”…
De repente, un día, Carlos comenzó a tocar y a cantar la superconocida y casi mítica canción de Pink Floyd, “Wish you were here” y hasta mi padre, que consideraba el inglés un idioma de bárbaros y solo chapurreaba el francés, entró al despacho atraído por la buena música que estaba haciendo mi hermano con aquella canción y la buena voz con la que la acompañaba… Fue solo el principio de su relación apasionada con la música que, estudiando Magisterio, le llevó a la tuna y con ello al laúd, a partir de lo cual se vinculó ya para siempre a la música tradicional.
Pronto se incorporó a “Alquería”, el gran grupo alcarreño que a finales de los 70 y principios de los 80 mejor recuperó y divulgó nuestro folklore musical, mucho más amplio y variado que el famoso “pollo” de Maranchón que, en tiempos de la Sección Femenina, parecía ser la única pieza tradicional de la provincia y, no, no lo era ni mucho menos.
Antes de “Alquería”, Carlos había tocado con “Engranaje”, un grupo folk con “Nuestro pequeño mundo” de referente que apenas duró dos telediarios, y con “Mortaleza”, un loable y muy digno intento de hacer música sudamericana de un grupo de amigos de Guadalajara que lideraba Toni Ayuso, un santanderino de alma y corazón suramericano. Y de ahí, a la Escuela de Folklore: primero aprendiendo dulzaina, que llegó a dominar con maestría, también tamboril, violín… y siempre, guitarra, bandurria y laúd.
Su pasión por la música, especialmente la tradicional, y su constancia, le hicieron mejorar progresivamente en todos estos instrumentos y hasta comenzó a recopilar temas tradicionales, a arreglarlos y pasarlos a partitura —de la cifra que le enseñó mi padre pasó al solfeo con su solo empeño de autodidacta- y, ya en los últimos años de su vida, aunque él esperaba vivir bastantes más, hasta se atrevió a componer, especialmente un conjunto de doce piezas basadas en ritmos y tonadas tradicionales —pericones, bailes corridos, pasacalles, pasodobles, revoladas…— con el fin de acompañar a la botarga de Taracena cuando se la recuperó en 2017 después de haber salido por última vez en 1900. Estas doce piezas, puestas en las competentes manos de Nuria Matamala, fueron por ella misma bautizadas como “Suite Taracena” y algunas ya han sido orquestadas, interpretadas y hasta grabadas por la Banda Provincial que dirige la propia Nuria y por diferentes grupos de dulzaineros de la provincia. Carlos también tocó en varios de ellos.
El pasado sábado, 15 de julio, en la plaza de la iglesia, llena de vecinos y de amigos, Taracena, su pueblo, en el que solo le faltó nacer, le rindió tributo de homenaje con su suite, precisamente interpretada por la Banda Provincial. El concierto estuvo muy bien porque la Banda toca cada vez mejor, porque su directora es una profesional como la copa de un pino y porque la música de Carlos es tan buena como fue él, tanto como maestro, como hermano y como amigo.
Carlos nunca caminará solo porque siempre le acompañaremos los muchos que le quisimos y queremos, atrapados tras de él por su música que es tan cautivadora como para los ratones lo fue la del flautista de Hamelín. Y no es cuento lo que digo. Gracias Rafa. Gracias Nuria. Gracias Riansares. Gracias Teresa. Gracias Ana. Gracias Taracena. A Carlos lo tiene Dios, pero lo guardáis vosotros.