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5 noviembre 2024
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EL PASEANTE / Honor a las Casas del Rey tras el homenaje a la Pachamama

El ciprés grande y el ciprés pequeño de las Casas del Rey merecerían un reconocimiento por su perseverancia, que no es menor que la de sus bípedos vecinos.

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La Naturaleza no es lista, pero tiene mucho tiempo. Ese tiempo que a los humanos es lo que más nos falta.

La municipalidad, siempre tan entrañable, ha dedicado el desfile infantil de las Ferias de 2024 a la «Madre Tierra». Ya podían habérselo ofrendado expresamente a la Pachamama, con lo que todo habría sido más universal, transversal y chiripitifláutico.

Los que somos más limitados en nuestra imaginación nos conformamos con andar, ver y no ensuciar demasiado. Ecologismo de urbanita, con aroma a asfalto.

Más de mil años llevamos en el empeño de hacer de esta ciudad la casa de todos y a lo más que hemos llegado dentro de la pretendida modernidad es a hacer incompatibles los árboles y las flores con nuestras plazas, en las que sólo crece el granito y donde es un riesgo cierto pasar con calva y sin sombrero. Así, hasta que cambie la moda y venga otra, que lo empeore.

Guadalajara está hecha a retales, como con las sobras de otros. Y se nota.

Sólo cuando a Madrid le rebosaba la industria, y les molestaban sus malos olores, fueron llegando fábricas por aquí. Con las ideas del urbanismo ha ocurrido otro tanto, en el seguidismo inane de las escuelas nórdicas para las solaneras meridionales.

En esa vocación de crecimiento subsidiario estamos incluso para disponer de un sitio donde dormir (o lo que consienta la pareja) por las noches, suspirando por que algunos se enriquezcan construyendo los pisos que faltan en la ilusión, vana, de que así baje algún día el precio de la vivienda.

Tonterías y tontás del debate público, ya ven, porque lo esencial, lo que permanece, lo que en verdad nos permite seguir, y confiar en seguir siendo, es todo aquello que no podemos joder ni aun queriendo.

Como esos dos cipreses, que parecen prófugos del cementerio.

No están vigilando a los muertos del camposanto sino a los que sobreviven, entre ilusiones más o menos marchitas, en las Casas del Rey. Un nombre que alude a otro rey, tirando a putero; en la misma ciudad, tan desbaratada como siempre.

Esos dos arboles no nacieron ahí por generación espontánea –aclarémoslo ya para evitarle arrobos y éxtasis a los buenistas– sino porque los plantaron operarios municipales, de cuando las contratas eran la excepción y no la regla. Lo hicieron bien y ahí siguen, enhiestos y a salvo de la motosierra, dando sombra a una palmerita entre adelfas.

El ciprés grande y el ciprés pequeño de las Casas del Rey merecerían un reconocimiento por su perseverancia, que no es menor que la de sus bípedos vecinos.

Triunfan desde este rincón del universo, antípoda de La Moraleja.

Separan ambos mundos apenas unas decenas de kilómetros, donde caben los micropisos para currantes y jubilatas y los chalets de los ricachos. Trincheras de un campo de batalla para una guerra que ya no se libra.

Los héroes están aquí. Seas árbol o seas humano.

De ahí nuestro homenaje.


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