Nacer en Guadalajara es un accidente y, para muchos, una condena. Disculpará el lector el arranque y la franqueza, pero es lo que hay.
Segismundo, ese al que ningún bachiller actual conoce, lamentaba su suerte encadenado a su destino en la cueva donde había sido encerrado. No hay que ser Calderón, y ni siquiera hace falta haberlo visto representado o haberlo leído, para estar de acuerdo en que sobreponerse al destino es posible. Sobrevivir a Guadalajara, también.
Guadalajara es sueño, virando a pesadilla a la que te descuidas, pero encierra entre sus ruinas buena gente. Y en lo cultural, gente brillante. Es el sino, y la sinrazón, de las ciudades provincianas incluso cuando se convierten en ciudades-dormitorio. Nos salva lo excepcional y José Luis Pastor Pradillo es excepcional, excepcional su obra y ejemplo fecundo de esa teoría lo que ahora nos presenta.
Convengamos que hay que tener un corazón muy grande, incluso achacoso, para echar la vista atrás y recuperar Guadalajara como lo ha hecho, con un derroche de indisimulado amor por lo vivido y por sus escenarios, en los 30 dibujos que componen esta exposición del Centro San José.
Es el anticipo ilustrado de un libro que aparecerá próximamente y que hace recuento de muchas historias locales con ribete universal. Habrá que leerlo con interés y deleite, a partes iguales.
Jesús Orea, siempre atinado, ha glosado la gran calidad artística de Pastor Pradillo, aquí acreditada. Los primeros visitantes de la exposición se admiraban de las muchas evocaciones suscitadas, rincones insospechados, personajes perdidos.
Es cierto que por ahí desfilan los mirones de la terraza del Regio, que radiografiaban a las solteras que paseaban la Calle Mayor por el Jardinillo; la cofradía del Santo Entierro no muy lejos de una miliciana de la UHP; los queridos curas y las queridas de los curas; José Pradillo en varios dibujos, más Pepito y las castañeras; la niña y la fuente a la que da nombre y el instituto que permitía los primeros sueños para escapar del aburrimiento.
Entre los dibujos hay un pastor alemán que pasa inadvertido y que no es perro, sino perra. Es, era, la «Dulia», a la que todavía muchos recuerdan corriendo por la escombrera donde luego se levantó un auditorio que se terminaría tirando, como casi todo en esta ciudad cuando se empeña en parecer un pueblo. También se ve un molino de viento, patente americana, que tanta agua sacó para la alberca del Rocho, la finca familiar que ahora es Ronda Norte.
¿Es eso lo más relevante?
Tanto en el arte como en la historia, el camino más corto hacia la luz se encuentra a veces en una digresión. Incluso si esta es temeraria. El que se canse del relato, que se vaya. Y el que se quede, atienda.
Las exposiciones son, por su naturaleza, fugaces. Hace años, en el Museo del Prado se planteó una antológica de El Bosco que recibió miles de visitas, aunque sean pocos los que aún la recuerden. En aquella sala estaba una tabla, de la mano del célebre pintor, dedicada a Santa Librada, con toda su barba. Los seguntinos la tienen en alta estima, como no puede ser menos entre quienes custodian los restos de la que fue su patrona, que lo es también de las mal casadas y, por tanto, protectora contra la violencia de género, pero avant la lettre y en medieval.
Justamente enfrente de ese cuadro tan sorprendente se desparramaban por una vitrina dibujos de El Bosco, ya fueran aldeanos gibosos como esbozos de personajes oníricos. Magníficos todos y casi todos, desapercibidos. A este que les escribe le pareció que lo mejor de la muestra estaba allí. Al resto de la Humanidad le seducían, en cambio, los óleos didácticos y en Technicolor que tanto gustó Felipe II. Cada cual sabe lo que siente cuando ve lo que le sale al paso.
El recuerdo de aquello, hablamos de 2016, ha vuelto en este septiembre de 2024 al contemplar a los bañistas del Henares, posando victoriosos sobre los infernales peces que cubren el río en uno de los dibujos, sin margen para el agua. Porque el río de piedras (o río de mierda, según traducen los guadalajareños de origen marroquí) mataba en sus pozas cada verano, en los remolinos donde luego el Ferlosio de «Alfanhuí» sacrificó a una vieja en uno de los pasajes más hermosos de la literatura española de todo el siglo XX.
A ver si resulta que el tiempo no es lineal y eso nos salva…
Comparar a Pastor Pradillo con El Bosco es un exceso que este paseante se permite, porque le de la gana y porque encuentra fundamento para hacerlo. Los sueños de ambos son los nuestros incluso antes de que los imaginemos. En su contemplación, aprendemos la vida, azuzando los recuerdos.
No tiene el artista alcarreño un austria engolado que se recree en la contemplación pero sí una nieta que ya tiene en herencia más que muchos, con esta antología de una ciudad vivida y sobrevivida.
Es buen ejemplo y un motivo para pararse, mirar y ver.
Es arte en vísperas de Ferias.