Fernando Arrabal entre botargas

Fernando Arrabal, al que que por sus pintas algunos confunden con una botarga llegada de París, comparte con los personajes milenarios de Guadalajara ese atavismo feroz y reconfortante, una esencia difusa pero palpable: en la irreverencia está la razón y la puerta de entrada a nuestra libertad.

Botarga de Villaseca de Uceda el 11 de enero de 2025. (Foto: Julio Marchamalo)
Botarga de Villaseca de Uceda el 11 de enero de 2025. (Foto: Julio Marchamalo)

Un artículo de El Paseante


Por uno de esos extraños giros de la Historia, la España más ignorante de sí misma acaba de descubrir a Fernando Arrabal en el mismo momento en que por la Campiña de Guadalajara, en la Alcarria y en la Serranía el reclamo son las botargas y sus correrías. Se dan un aire común, dirán algunos. En cierto modo, sí.

A Arrabal se le viene (re)descubriendo en su patria desde hace más de medio siglo, a modo de espasmos eyaculatorios que serían muy del agrado de la patafísica si esta aún tuviera algún seguidor que no fuera su propio creador.

Entre botargas llevamos por esta parte de Castilla quizá varios miles de años y ahora están también (re)descubriéndose en muchos pueblos, espantando con las risas que nos provocan el miedo que nos ronda cuando nos paramos a pensarlo con más detenimiento. Y no, no hablamos sólo de folklore.

Ha aparecido el dramaturgo en lo de Broncano y un cuarto y mitad de esta nuestra sociedad se ha deleitado con el excéntrico ancianito, mientras que otros tantos tecleaban nerviosos el mando a distancia para ponerse a salvo, cambiando de canal.

Lo de que sea TVE quien dicte sentencia de telerrealidad le recuerda a uno a aquellas apariciones de Buero Vallejo en lo de José María Íñigo, con bigote y sin él, en color y en blanco y negro. No hay comparaciones posibles, porque todo va cambiando. Tampoco entre el autor de Guadalajara y el de Melilla las hay. Con el primero te reías en la cercanía de la intimidad; con el otro, te sonríes por su apariencia y se ensombrece el rostro en el drama de sus libretos.

Antes de que se muera, que con 92 años a cuestas es circunstancia que se ventea, a Fernando Arrabal hay que buscarle en «Cátedra», la editorial que lo publicó tras la muerte de Franco (ese hombre, tan añorado por Sánchez), una edición en la que al hilo de los tiempos contraponía en la cubierta la bandera rojigualda y la tricolor. Es allí donde se incluye, en el estudio previo a «El Triciclo», una memorable carta en la que el autor evoca a ese señor que le tapaba los pies con arena en la playa de Melilla. Es un texto bellísimo, de una prosa a la altura de los clásicos, emocionante y total, trastienda inesperada de la bufonesca presencia que durante décadas ha cultivado con tanta lucidez como lucimiento. El Fernando Arrabal adulto añora al niño que fue y al padre, militar republicano, desaparecido desde la enésima prisión en un giro tan surrealista que es difícil distinguir realidad de pesadilla.

En España, que es quizá el país donde mejor se entierra –aunque siempre hubo disputa sobre ello con griegos e italianos– pronto rendiremos honores póstumos a este Fernando Arrabal que, aún en vida, ha estado agarrado a las nuestras más de lo que él mismo y sus censores pudieron nunca llegar a pensar.

El mismo Sánchez Dragó que se llevó al falangista Ernesto Giménez Caballero a impartir una insólita charla a los muy progresistas colegiales del «San Juan Evangelista» en 1980 (yo estaba allí) fue quien presentó a Arrabal como conferenciante en Las Ventas, para pasmo de la concurrencia, una faena muy taurina que aficionados y refractarios pueden recordar desde aquí, al menos si hay valor para ello. Quizá el único que no se sorprendía de sí mismo aquel día fuera él, sobre todo por su inveterada pasión hacia Morante, al que incluso en fechas recientes ha visto en tardes de triunfo desde el callejón. Tertuliano también aplaudiría al de la Puebla, «porque es imposible».

Fernando Arrabal, al que que por sus pintas algunos confunden con una botarga llegada de París, comparte con los personajes milenarios de Guadalajara ese atavismo feroz y reconfortante, una esencia difusa pero palpable: en la irreverencia está la razón y la puerta de entrada a nuestra libertad, que luego administraremos bien o mal o como nos pete.

Ser un hombre libre aun con los pies enterrados en la arena de una playa de Melilla desde hace 89 años es el penúltimo milagro de este Fernando Arrabal, quizá el último de los genios del siglo XX español.

Ars gratia artis. Laus Deo.

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