A los españoles de hoy nos sobran hormonas y nos falta mundo, aun naciendo en una tierra asomada al mar y habiendo sido los primeros en circunnavegar el planeta.
Si el Gobierno nos dejara viajar, que no nos deja, podríamos sentir el orgullo de España que sólo se aprecia fuera de nuestras fronteras. Cuanto más lejos, mayor es la añoranza.
Hoy, en el buzón, unas líneas remitidas por una colega me han desatado los recuerdos y la envidia: «Au Luxembourg, les restaurants et hébergements sont ouverts, la compagnie Luxair a repris ses vols vers Berlin, Lisboa, Porto, Hambourg, Stockholm, Faro & Munich. Nous sommes prêts à accueillir les visiteurs». Es decir, la nueva normalidad que aquí no llega, vaya a saber usted por qué. Aunque quizá sí lo sepamos.
Luxemburgo cuenta con la ventaja de ser un país inusitadamente pequeño (650.000 nacionales) y tener el dinero por castigo. Es lo más parecido que tenemos en Europa a la Syldavia de Tintin, sin bordurios que la amenacen.
Cuando pueda, asómese por allí y monte en tranvía. Tiene tres razones para hacerlo: primero, porque son gratis para cualquiera; segundo, porque son rápidos, eficientes, ultramodernos y automáticos, sin conductor; y tercero, porque fueron fabricados por una empresa española. Los luxemburgueses te lo cuentan con tanta satisfacción que no puedes por menos que alegrarte tú también e incluso sentirte un poco orgulloso del país del que procedes.
El tranvía te moverá por la parte más moderna de la capital del pequeño país. Inevitablemente, pasarás por delante de la Filarmónica… que desde 2016 está dirigida por el valenciano Gustavo Gimeno. Cerca de allí, en el exterior del Museo de Arte Moderno, puedes probar a buscar y encontrar en los jardines la obra de un artista español, desconocido en España.
Y cuando vuelvas al centro, recorrerás calles con nombres españoles, en recuerdo de antiguos ocupantes que dejaron mejor recuerdo que el que aún reprochan, sin ir más lejos, a holandeses o alemanes. Hasta algún jamón de Jabugo te saludará desde el escaparate de un comercio, haciendo patria a precios astronómicos.
Es más fácil ser español en el extranjero que entre tus compatriotas.
Nosotros, que perdimos la vida hace siglos por defender el patrimonio familiar de un emperador nacido en Flandes, deberíamos dejar ya de ponernos fronteras y dedicarnos a vivir, sin cortapisas. Eso implica también dejar de dar las gracias al que administra con tanto cinismo nuestra libertad que nos la regala según su capricho, como si no fuera realmente nuestra.
El lector sabe bien de lo que hablo, aunque quizá no tanto del porqué de que lo escriba. Desde la ventana atisbo, muy a lo lejos, el cielo sobre Barajas. Sin poder echar a volar. Mientras Europa se abre, España sigue encerrada. Rodeados de bípedos con mascarillas, tan a gusto de vivir la vida de otros ante el televisor y satisfechos con cumplir órdenes, incluso las más disparatadas.
Para volar, y no sólo en avión, el primer requisito es resistirte a que nadie te corte las alas. Y así, entre seres libres al margen de tal o cual bandada, podremos llegar alto o quedarnos a ras de suelo, según nos plazca.
Antonio Machado nunca se refirió a las izquierdas y a las derechas como esas dos «Españas que han de helarte el corazón», por más que casi todos lo crean. Basta con leer sus poemas para saber que él de lo que se dolía es de un país dividido entre «los que embisten y los que bostezan». En eso estamos, aún hoy.
Podríamos aprender, pero nunca lo hacemos.
Por eso la necesidad imperiosa de vernos a nosotros mismos con la distancia justa para apreciarnos y soportarnos. Desde lejos, al menos por un rato.
Orgullosos de España, por ejemplo, paseando por tierras de Luxemburgo. Lejos de España, entre motivos para sentir orgullo de lo español. Cuando podamos volver a volar.