Fue al terminar el debate, separadas de los atriles y sin micrófono, los dos lastres de la izquierda nacional, Adriana Lastra e Irene Montero, comadreaban aparte, entre ellas, alejadas de la realidad nacional. Al lado, el portavoz del PNV, Aitor Esteban, aparecía, tal cual, como lo que era en aquel momento: un vasco desorientado en la España moderna, sin horizonte ni trueque a la vista, enfurruñado y bajito.
Día de todos los Santos, viernes noche y hora de máxima audiencia. En TVE primer debate entre partidos políticos de cara a las Elecciones Generales 10-N. Dispuesto para siete (PSOE, PP, Podemos, Ciudadanos, Vox, ERC y PNV), el debate suponía un enfrentamiento entre dos bloques: El del Gobierno con los que lo mantienen (PSOE, Podemos, ERC y PNV). Y los que aspiran a echar a Sánchez del gobierno (PP, C’s y Vox).
Era el momento para que el PSOE, que está en el Gobierno y pretende conservarlo, hiciera su oferta de Programa de gobierno y ofreciera una propuesta para encarar, y atajar, la llamada cuestión catalana. Pero el PSOE salió a la palestra con el estorbo que supone una Adriana Lastra que lastra. Y Lastra lastró. En lugar de propuestas modernas, quejidos del siglo pasado. En vez de análisis para ilusionar, gimoteo. Pedía ayuda, pero demostrando que es absurdo ayudar a quien, como ella, carece de preparación, capacidades y méritos. Su discurso, a tramos y en todos los tramos: Sánchez es la única opción para un gobierno estable. No dejó, siquiera, la posibilidad de un gobierno socialista sin el estorbo Sánchez, que, sabía o debía saber, iba a ser denunciado por todos.
El PSOE y Lastra podrían haber esperado ayuda de Unidas Podemos, pero la coalición de izquierda extrema para el debate había dispuesto, también, el lastre de Irene Montero. Montero, pareja de Iglesias y madre de sus hijos, para la ocasión había preparado una mescolanza imposible: Por una parte, las tesis retrógradas del comunismo añejo de frases hechas que ya no conectan. Y por otra, un ajuste de cuentas con Sánchez, a quien Podemos hizo presidente y a quien ahora pretende obligar a compartir poder.
Al lado, más mascarones que apoyos, estaban los independentistas: La catalana ERC representada por un Rufián comedido y encajador, y el PNV con Aitor Esteban descolocado con los postulados clasistas, machistas y anti-españoles, de Sabino Arana, que puso en escena Espinosa de los Monteros. Pero los independentistas, que no aspiran al gobierno, tampoco podían mostrar fidelidad al Sánchez socialista. Lo prefieren débil, para sus intereses regionales, pero esa debilidad depende de unos votos que no pueden ceder al PSC que sostiene a Sánchez. Por eso, Rufián se encaró contra el gobierno de Sánchez, buscando votos a cuenta de la situación de los políticos catalanes en chirona. Aitor Esteban, por su parte, sonado, evanescente y sin votos que rascar, deambulaba entre lo que llamó formas de hacer política, aunque en esta ocasión sus formas no fueran políticas y acaso ni siquiera formas.
Con el bloque de izquierdas autoexcluido de la lid política, por los lastres de Lastra e Irene Montero, quedaba el bloque que aspira a echar a Sánchez. Puede que estuvieran de acuerdo, o no, pero les salió. Todos se emplearon en un afán común doble: Presentar a Sánchez como un incompetente engreído, tramposo y perjudicial para el gobierno nacional. Y denunciar la virulencia del movimiento independentista que, con Sánchez o sin él, es una amenaza para la estabilidad del Estado y el futuro.
Cada uno tomó un rol propio y distinto: El PP, con Cayetana Álvarez de Toledo, se mostró como la alternativa nacional al socialismo esquivando las andanadas que venían por doquier. Inés Arrimadas, desde Ciudadanos, usó sus argumentos conocidos en contra de privilegios al independentismo catalán y vasco, ofreciéndose, sumisa, para ayudar a un PP al que, acaso sin darse cuenta, afianzó en el puesto que buscaba Álvarez de Toledo. Espinosa de los Monteros, por su parte, se instaló en el puesto intelectual superior que estaba vacante, por las carencias intelectuales de la izquierda lastrada con Lastra y Montero; y por la no atención de Arrimadas y Álvarez de Toledo.
Establecidas las competencias y sitios entre el bloque PP-C’s-Vox, quedaba ocuparse de la cuestión catalana en plena virulencia. Con Barcelona ocupada por encapuchados que acosan a la policía, con las autopistas y carreteras cortadas con barricadas y con la calle sin control, el PP se mantuvo prudente, como en retaguardia, cediendo la vanguardia. En ella, Ciudadanos, con Arrimadas, se aplicó a machacar a un independentismo (ERC y PNV) que, sin argumentos, sólo encontró la salida del victimismo. Vox, con Espinosa de los Monteros instalado en una atalaya intelectual superior, siguió la acción de Arrimadas, pero con dos puntos más: La descalificación económica argumentada del secesionismo catalán. Y el retrato del independentismo vasco que representa un PNV que, con Aitor Esteban lívido, empezaba a mostrar lo que acaso sea el síntoma más importante del debate y del momento: El ocaso de la forma de hacer política que en su momento se basó en la agresión (recoger nueces cuando otros mueven el nogal, de Arzallus) y que en las últimas legislaturas se concreta en el trapicheo que hasta ahora producía unos beneficios que pueden desaparecer.
Acabado el debate, el conductor del programa, Xavier Fortes, en la línea de sus antecesores en estos menesteres, aunque en una versión peor, mucho peor, trató de maquillar lo visto.
Pero, honor al directo, imágenes: Separadas de los atriles y sin micrófono, los dos lastres de la izquierda nacional, Adriana Lastra e Irene Montero, comadreaban aparte, entre ellas, alejadas de la realidad nacional. Al lado, el portavoz del PNV, Aitor Esteban, aparecía, tal cual, como lo que era en aquel momento: un vasco desorientado en la España moderna, sin horizonte ni trueque a la vista, enfurruñado y bajito.