Este 8 de marzo de 2024, en el que el calendario laico obliga a muy concretas ocupaciones, amaneció con lluvia. Una lluvia fina, engañosa como la propia vida, esa que parece que te acaricia y en realidad te moja hasta empaparte. Andando por esas calles brillantes, limpias, puedes acercarte hasta el dintel de la iglesia de Santiago y comprobar que hay dos esquelas: la de una señora que ha llegado a los 105 años y otra, de una nonagenaria.
Las esquelas son un producto cada vez más extraño, casi estrambótico en un mundo como el de hoy, en el que las muertes se comunican por WhatsApp y las muestras de duelo se comparten en Facebook. Antonio Marqueta Tous, miembro de la Cofradía de la Pasión del Señor, con sede en esa parroquia, ya no está allí, como tampoco en la pequeña terraza del «Bar Río», sentado en un taburete, recostado levemente contra la pared y fumando el enésimo cigarrillo. No está, porque acaba de morir.
Marqueta, a sus 62, ha caído por un cáncer y por lo inevitable del destino que a todos nos iguala, que es terminar saliendo de esta colosal obra de teatro que es la vida, a veces comedia, algunas un puro drama, casi siempre una anécdota cósmica que nos empeñamos en convertir en categoría cada uno desde nuestro propio aliento.
A Antonio las décadas le fueron pasando y pesando como a cualquiera de nosotros, que ahí no caben engaños. Nos distinguimos por los matices, las arrugas, los kilos, los recuerdos y poco más. Asomado al balcón de la muerte es cuando más fuerte gritan esos chavales que jugaban al fútbol en un minúsculo campo de tierra en los Maristas, mientras las cigüeñas se esforzaban en llamar la atención con su crotoreo y ninguno reparábamos en ellas. A pocos metros, aquel potro de torturas llamado espalderas, bajo un techado de plástico verde. Arriba, «El Oso» y sus clases de francés.
Más de medio siglo ha pasado ya de aquello hasta que nos hemos encontrado con esto: la noticia de tu muerte, mala nueva del camarero en uno de esos bares que frecuentabas y desde los que ahora se te añorará.
Disculparás, Antonio, que a la hora del obituario hablemos casi menos de ti que de nosotros, los que nos quedamos guardándote la ausencia. Tú acogerías el planteamiento con esa sonrisa abierta, un tanto desengañada, de quien estaba acostumbrado a decir su verdad sin ambages y ante cualquiera.
Para Guadalajara, Marqueta sigue siendo la tienda de tu padre y de tu tío, en la Cuesta del Reloj. Tu anduviste luego otros caminos comerciales, pues de la historia no se come. La penúltima estación fueron tus largas jornadas en el local de la plaza de la Virgen de la Antigua. De allí salió la grasa de caballo (cara, pero buena) que aún está en aquel cajón o el hule (caro, pero bueno) a prueba de inclemencias, de la mesa del jardín. Y allí quedaron largas conversaciones con quien cuadrara: de lo divino, que es por donde ahora andas, y de lo humano, que es en lo que nos has dejado.
Humano, sí, terriblemente humano, ese Antonio Marqueta que era uno de los nuestros, tan único como cualquiera de nosotros, que vivió lo que pudo y como pudo hasta llegar a la muerte.
Descansa en paz, amigo, vecino y compañero.