Acaba de aprobarse en el Congreso de los Diputados una Ley de Educación de nombre tan indescifrable que ha asumido el de la ministra. Seguro que los lectores de LA CRÓNICA tienen algún conocimiento de lo que propugna y de lo que deroga, lo cual nos exime de insistir sobre ello. Y, sin embargo, poco se ha hablado de lo que tiene de atentatorio para la igualdad de los españoles.
En las últimas jornadas, políticos y tertulianos se han lanzado a pontificar sobre si compromete la libertad de enseñanza, tanto pública como concertada o privada. Contrariando a los que les dicen que no pueden ponerse de acuerdo, los diputados de Vox y del PP gritaban al unísono en el hemiciclo «¡Libertad, libertad», como si estuvieran en un concierto de Luis Pastor en 1977, pongamos que en Guadalajara y en el salón de actos del «Colegio de Médicos», con el Land Rover de los grises en la puerta.
La Ley Celáa presenta indudables sospechas de inconstitucionalidad por varios motivos, que serán resueltos judicialmente tan tarde que la marcha atrás será improbable. Pero en sus entretelas esconde también la certificación de que los españoles no somos iguales, pues nuestros derechos varían sustancialmente dependiendo del lugar de nacimiento o del de residencia, que en la caso de los menores suele ser el mismo.
Con motivo de la pandemia, la indómita vasca que fue profesora de inglés en un colegio religioso y que hizo estudiar con las monjas «irlandesas» a sus hijas ha prodigado las instrucciones ministeriales para que todos los alumnos pasen de curso aun sin merecerlo. La cosa empezó en abril y siguió en octubre. Y lo rematamos en noviembre, a falta de que el Senado lo ratifique.
En la primavera, en plena vorágine del virus, García-Page ya refutó la tesis del aprobado general con su reconocido sentido común: “La misma nota todo el mundo no puede ser” aunque, acto seguido, matizara como suele hacer: «No es lo mismo no suspender a nadie a que todos saquen la misma nota». Más adelante, a principios de este otoño, su consejera de Educación sentenciaba que ningún alumno podrá pasar de curso en Castilla-La Mancha con asignaturas suspensas que es, precisamente, parte de lo que se viene encima con la Ley Celáa. “En nuestro caso vamos a ser muy rigurosos con la normativa de la ley orgánica y los alumnos de Castilla-La Mancha no podrán promocionar con asignaturas suspensas” avisaba, enfática, Rosa Ana Rodríguez.
Lo dicho por las tierras de Bono, Barreda, Cospedal y Page es lo mismo que se está diciendo, hasta que cambie el viento, por la Galicia de Feijóo. A partir de ahora, cada región se va a amparar en su Estatuto de Autonomía para intentar atenuar los daños sobre su respectivo sistema educativo, que no es uno para todos en España sino 17, a conveniencia de quien manda en cada califato, que no virreinato.
Es decir, que los padres mantendrán la libertad de elección no para decidir el colegio de su hijo, que eso ya está perdido, sino la provincia a la cual mudarse, según deseen que el vástago sea puesto a prueba en su capacidad académica con criterios y exámenes más o menos rigurosos o bien opta por el laissez faire, laissez passer educativo que aplican, brutal paradoja, los antiliberales desde Madrid.
En España aún somos parcialmente libres pero seguimos siendo escandalosamente desiguales en razón del territorio que pisemos. Lo somos nosotros y lo serán, aún más, nuestros hijos y nuestros nietos. Ellos no tienen culpa y nos lo podrán reprochar. Pero entonces, será muy tarde. Para todos.