El pasado martes, a ese coruñés de flequillo en flor se le apareció el más terrible enemigo para aquellos que pisan un escenario.
Cualquiera pensaría que estamos señalando al helador miedo a quedarse en blanco, al terror que produce escuchar el silencio de una sala ante un chiste incomprendido o a la posibilidad siempre acechante de caer de bruces sobre el patio de butacas sin que eso forme parte del show.
No.
Desde que el mundo es mundo y el teatro es magia, el más terrible enemigo del actor es otro: la doble función.
A la vista de lo rápido que se agotaron en Internet las localidades para la cita contratada, Luis Piedrahita se avino a doblar turno este 17 de septiembre de 2019. Una suerte para el público y una confirmación de la profesionalidad del humorista gallego. Dos funciones. Dos llenos.
Hasta llegar a la Casa de la Cultura de Azuqueca, este nuevo espectáculo de "Es mi palabra contra la mía" apenas se había representado con público otras tres veces. Recién salido, como quien dice, de la torrentera que tiene por cerebro su autor. Torrentera de caudal vertiginoso de ocurrencias felices, nada que lo relacione con el personaje de Santiago Segura.
Luis Piedrahita repite flequillo, gafas, vaqueros y americana. El guión, en cambio, es completamente original, si exceptuamos la fugaz aparición del caballito de mar y alguna que otra referencia, ligera, a textos anteriores. Porque aquí lo que triunfa es el don de la palabra, tanto por lo que se dice como por el modo en que se comparte entre el monologuista y su público.
La máquina funciona. Desde la entonación al ritmo y desde ahí al manejo de la trabajada improvisación, redondeada con la supuesta sorpresa que también estaba prevista… y que aquí no desvelaremos. En esta ocasión, aclaremos tan sólo que no se va la luz de la sala, como ocurría alguna vez todas las sesiones en Callao. También tienen su protagonismo los teléfonos móviles, por amor a la lectura. ¡Tiembla, Vodafone!
Gran verdad es que nadie estamos a gusto ni satisfechos con lo que tenemos. Eso es algo tan cierto que a Piedrahita le sirve de hilo conductor para su historia. Son ochenta minutos largos que se hacen cortos. Un monólogo que a veces parece polifónico en el continuo desdoblarse de tantos personajes evocados.
Está Piedrahita embarcado ya en la vorágine de rodar y pulir un show que, aun recién parido, hace reír al espectador desde el primero al último minuto. Vuelve también en estas fechas a "El Hormiguero". Y aun así, se permite una doble función en Azuqueca, salir indemne y asomar en el vestíbulo con una sonrisa que, además, se demostraba sincera.
El espectador más veterano de la segunda función de este martes en Azuqueca tenía 70 años. El más joven era un crío de apenas 7. Entre medias, hileras de mandíbulas batientes en bípedos de todas las edades que se fueron satisfechos, con selfie o sin él, al comprobar que es posible reírse en compañía de otros humanos sin que nadie sufra en el intento. Reírse hasta llorar sin miedo a tantas lágrimas, que nunca fueron menos amargas.
Como experimento y como enseñanza bien valía la función los ocho euros de la entrada. Y mucho más, que no se paga con dinero.