Para terminar el glorioso mes de enero de 2022, el de la variante ómicron de la COVID en flor, este paseante se acercó hasta la madrileña plaza de Olavide, por ver si aprendía algo de la vida. El reclamo para el viaje había sido, días antes, un curioso artículo del «Financial Times». La biblia laica del capitalismo marcó ese punto de la capital de España como lugar de peregrinación, uno de los elegidos para recuperar las calles tras tanta opresión de la pandemia.
El elogio periodístico lo firma un inglés nacido en Uganda y que ahora vive en París. Todo, ya se ve, muy internacional. Si se lo hubieran encargado a un español, el tenor del entusiasmo habría bajado bastante, como cualquiera puede intuir.
Chamberí es un barrio con nombre francés y casas burguesas que muestran, en el creciente despropósito de sus fachadas, el paso de lo decimonónico a la posguerra y de ahí al desarrollismo del Madrid de los «scalextrics». ¿Quién se acuerda ya del laberinto de puentes que tapaba la estación de Atocha para que lo surcaran los taxistas a bordo de sus Seat 1500 negros y humeantes?
Cuando eres español y observas, lo que te encuentras en la plaza de Olavide es una vorágine de niños, eso es cierto, que berrean sin parar como si no hubiera mañana. Quizá es que lo ventean.
Alrededor, como apunta el británico, algunos restaurantes y varios bares. El que da asiento en su terraza a este paseante lo lleva una familia peruana entre un intensísimo olor a fritanga, que se pega a la ropa incluso en el exterior, según llega en oleadas, como vahídos. Uno entiende ahora, claramente, en este justo momento, cómo de fácil es que el virus se extienda, invisible y voraz.
En la mesa de al lado, cuatro jóvenes atienden las enseñanzas de un viejo. El problema es cuando pones oído a los que pegan la hebra.
El viejo, que no lo es tanto, habla sin parar, arropando su vomitona retórica en un acento caribeño que no es dulce, sino muy amargo por lo que cuenta y por como lo dice. Sus frases son sentencias y a este que les escribe le cuesta no levantarse, condolerse y animarle a que se vaya incluso de España, si tan mal lo pasa por aquí: «En Madrid no se respeta la música, es el único sitio de Europa en que no pasa» «Qué diferencia con Barcelona, allí sí que lo cuidan» «En Francia te paga el Estado por tocar» «Esto es un desastre, aquí sólo hay políticos que viven de lo que prometen» «Nueva York es otra cosa, es otro mundo»…
Pasados unos minutos de alipori, el caribeño se levanta y se despide de su auditorio con un mascullado adiós. Los chavales, más fuertes de lo que aparentan, parecen haber resistido incólumes la catarata de frustración de aquel hombre triste, derrotado, amargado y fatal. Para ser un personaje literario le sobraba vinagre y le faltaba un perro. De haber tenido a alguno asido por la correa podría haber pasado por el viejo Salamano, aquel que Albert Camus dibujó en «El extranjero» como uno de los más dolientes personajes de la literatura universal.
La realidad de Chamberí está alrededor, no en el músico insoportable ni en los niños chillones. El frío, que te va calando, te anima a mirar precios de los pisos de la zona y compruebas que por 77 metros mal cuidados, con un solo baño, en las alturas de un portal que sospechas sin ascensor, te piden 460.000 euros. El café, 2 euros. El parking, a 3,50 euros la hora… Más allá, en la calle Trafalgar, casi todos los balcones de un edificio se adornan con pancartas en protesta contra el ruido pertinaz.
Pasear es de lo poco que no cuesta en Madrid. Y paseando compruebas que las bicicletas de alquiler no son ni para el verano ni para el invierno, porque no las usa nadie y guardan fila, en formación.
De balde asisten al espectáculo en la plaza de Chamberí unos 300 vecinos, con oradores que intentan calentar a la masa fría hasta que haga su aparición en escena Isabel Díaz Ayuso. Falta más de un año para tener que votarla o botarla, pero por aquí no parece que haya muchas dudas.
En el Madrid de la pandemia las mascarillas nos igualan. Detrás del embozo, está la vida o el asco. Hay que elegir.
Por eso, camino de la A-2, a este paseante le asoma una sonrisa cuando se asume como un superviviente, cada vez más alejado de la amargura, abrazado a todo lo que ve, de vuelta a casa. Poder volver es volver a empezar.