De repente, a este paseante le ha venido a la cabeza el recuerdo de un artículo, publicado en 2019 en vísperas de una cita electoral. Ha venido a coincidir la memoria de lo escrito entonces con la vergüenza ajena por lo vivido en las últimas horas en la azarosa política nacional, aunque sea desde la distancia que da deambular por estas calles y no por las de Murcia o Madrid. Aunque lo intente, uno es incapaz de evadirse de este país en ninguno de los sentidos de la palabra. Por eso me he refugiado en aquella escena real y en lo que evocaba. Por eso, también, le animo a que la disfrute…
Cuando España era más pobre, sin que eso fuera un gran problema, casi en cada casa había una jaula con un pájaro en el interior o en un alféizar. Lo normal es que fuera un jilguero. Tener canario era un signo de distinción que a pocos alcanzaba.
Con aquel recuerdo, cuando este paseante vio muerto en un rincón a aquel jilguero, lo primero que pensó es en lo duro que resulta vivir en libertad.
El jodío del pájaro era hermoso como sólo pueden serlo algunos cadáveres, que inquietan y admiran al mismo tiempo. Las plumas rojas y amarillas seguían tan encendidas como si estuviera vivo.
Visto con más atención, las uñas largas llevaban a pensar que quizá no fuera un jilguero cautivo, liberado en un descuido. De tener amo, se las habría recortado, como hacen los dueños de los canarios, que alguno queda.
¿Cuántos años habían pasado hasta ver de nuevo un jilguero en tu ciudad? El último que te había sorprendido en su salvaje belleza yace en el interior de un libro, en un anaquel. Es el que había pintado Cornelius Fabricius en el remoto siglo XVII. No lo hizo por amor al arte sino por ganarse el dinero de un cliente, al que le hacía gracia confundir a las visitas con el parecido hiperrealista de la obra. El jilguero del pintor holandés parece real y la cadena que lo ata pasa casi desapercibida, como las que a nosotros nos aferran a la vulgar realidad de nuestros días.
Cornelius murió poco después de pintar aquel jilguero, en 1654, cuando estalló el polvorín de Delft y tanto él como muchos de sus convecinos pasaron, víctimas de la explosión, a una que dicen es mejor vida.
El jilguero de mi ciudad seguía allí días después, algo más mustio, sin nadie que lo recogiera.
Hoy, cuando empezaba a escribir estas líneas, otro jilguero me ha sorprendido, revoloteando nervioso entre un parterre de rosas. Parecía una cría, de tan pequeño. Pero era adulto y al momento se le unió una compañera de juegos y de vuelos, estremeciéndose los dos en un apareamiento feliz, digno de observarse con pudor y con envidia.
Tres jilgueros para enseñarte, gratis, que nada se detiene. Afortunadamente.
Por más que se esfuercen de aquí a las elecciones, ninguno de los candidatos serán capaces de ofrecer un espectáculo tan emocionante y tan aleccionador como el de aquel jilguero muerto o el de sus hermanos, tan vivos.
Que la esperanza en lo por venir tenga forma de jilguero es más creíble que suponer que tenga, alguna vez, rostro de candidato.