¡Hay qué ver lo que ocultaban las mascarillas de nuestros congéneres! Como la especie humana es flaca de memoria, en el último año y medio hemos estado engañados, pensando que esos con los que nos cruzábamos eran diferentes a como son. Ha sido quitarnos las mascarillas por las calles y volver a ver la realidad: somos feos. Incluso algunos haríamos pasar por guapo a Picio.
Este que les escribe ya les contó las excelencias de los ojos de la gente, aunque no fueran muchos los que lo leyeran. Sugieren mucho más y más desbocadamente que el resto de nuestra fisonomía. Más nos habría valido hacer caso a «Golpes bajos», en su más célebre y lírica canción. Con ese sabio consejo no nos habríamos engañado: detrás de tantas miradas cautivadoras había, hay, ha seguido habiendo, rostros feos.
Hablemos, pues, a mascarilla quitada.
La quinta ola de la pandemia y el calor de este horrible verano nos han devuelto el paisaje de lorzas ostentosas circunvalando cuerpos retorcidos, con rostros poco armónicos en su cúspide. Y el que se sienta con belleza suficiente para reivindicarse como hermoso, que lo intente.
Somos feos y eso no estaría mal, si lo aceptáramos como inevitable. Escapando de los cánones al uso ganaríamos en autoestima y ahorraríamos tiempo y dinero, evitándonos la imposible tarea de adelgazar o de engañar al espejo más que a nosotros mismos, con la báscula como testigo. La inmensa mayoría somos feos disconformes con nuestra propia limitación estética.
La cosa viene de lejos, tampoco nos fustiguemos.
De todos los faraones, el único que aceptó retratarse como era fue Ajenatón, tan vituperado en su tiempo por empeñarse en cargarse al clero y a sus dioses. Da como cosica ver los relieves que le sobrevivieron, que le exponían para la posteridad como un ser deforme, tripón y de caderas femeninas. Él era así. Su señora, Nefertiti, no le siguió el juego en eso y se mostró idealmente perfecta… incluso si sospechamos que su busto más conocido sea una minuciosa falsificación, que todo puede ser.
Algo se debió perder en el Neolítico para que pasásemos de venerar las gorduras eternas de las Venus prehistóricas a someternos, como cultura, a la dictadura de la liposucción.
Mientras aguardamos la llegada del Apocalipsis tomando cañas en las terrazas, procedamos: además de criticar a todo lo que se menea por sus hechuras, bien podríamos aceptarnos y aprovechar para ir tirando con lo que llevamos puesto todo el día. Con lo que nos sobra y con lo que nos falta, que nada es imprescindible pero nos constituye.
Somos feos. Estamos hechos de un modo manifiestamente mejorable.
Pues celebrémoslo, coño. Que esto es lo que somos y no da tiempo para mucho más.