Fue hace algo más de un año cuando a este paseante se le ocurrió escribir un artículo sobre la muerte de los libros, que despertó algún que otro alarido en las redes donde encalla la inteligencia. Los libros, esos ilustres cadáveres, nos siguen emocionando como lo hacen los cementerios de las ciudades con más historia. Se aprende mucho de Europa recorriendo los camposantos de París y no menos de la vanidad argentina por entre los mausoleos de La Recoleta, en Buenos Aires. Son muertos que nos permiten mantenernos de pie en la vida.
Para este lunes, cuando llega al calendario el Día Internacional de las Bibliotecas, el pronóstico del tiempo anuncia chubascos sobre Dublín. La lluvia, que en este octubre ha caído incluso tormentosa sobre la capital de Irlanda, es un motivo tan bueno como cualquier otro para refugiarse en el Trinity College y asomarse a su incomparable biblioteca.
Al entrar, te recibe un característico olor a viejo por la mezcla continua de páginas centenarias, maderas de oscuro barniz y falta de ventilación. El aspecto, más allá de la pituitaria, es impresionante.
La bóveda se vuelca sobre ti como la quilla de un barco que hubiera dado la vuelta en un naufragio, dejando a tu alcance el conocimiento de la Humanidad. Azorado por el espectáculo, agradeces que los anaqueles estén atiborrados de volúmenes impresos en folio, con sus lomos conteniendo toda una panoplia de caligrafías doradas hasta donde te alcanza la vista. Más arriba, el universo borgiano continúa y sólo es posible llegar hasta allí por medio de escaleras.
Al nivel de lo terrenal, custodiando cada tramo de la biblioteca, el busto de una eminencia, hasta ahora sólo masculina. Es al fondo donde ya esperan, tapadas y pacientes, las efigies de las cuatro primeras mujeres que verán reconocido su mérito en este templo laico del saber.
En estos mismos días de lluvia y otoño, en Candem Street sigue abierta la última librería de la ciudad. Que no es tal, pero que así se anuncia. «The Last Bookshop» apila decenas de miles de volúmenes. A un lado y otro de la entrada, las estanterías pretenden guardar un cierto orden temático. En el centro, la dependienta no levanta la vista ni siquiera cuando te intuye. Conforme avanzas, aumenta el número de sacos azules, repletos de libros, condenados ad aeternum al desorden más absoluto. Huele también a papel viejo, aunque sin el charme del Trinity. No hay ningún turista.
Al salir, un hombre más que jubilado te pregunta si es ahí donde se compran libros. Antes de que le respondas, ya está dentro, camino de la mujer sin rostro que, es de suponer, le atenderá.
Libros. Libros. Libros.
Después de algunas décadas de deambular por este planeta es legítimo sospechar que a los seres humanos se les soporta mejor por lo que escriben que por lo que hacen. Por eso la añoranza de que ya no se escriban cartas de amor, incluso entre adúlteros. Por eso, también, algunos hemos devorado volumen tras volumen, habitándonos de extraños que dejaban de serlo a cada página. Los libros, esos compañeros que son tu pasado. Son, indefectiblemente, el pasado.
Lo que está más allá del tiempo es nuestro pensamiento, que a veces vence a la muerte, esa cita tan vulgar, siempre a pie de página.
Por eso, rodearse de libros, en una biblioteca fastuosa o en la penúltima librería de Dublín, te obliga a la euforia de saberte vivo. Y a reconocer que, como ellos, puedes ser libre aun estando enjaulado, a la espera de que alguien te recoja en sus manos. Todo depende de lo que llevas dentro y de quien sepa leerlo.
Hoy, eso también podemos celebrarlo.