Como cada 23 de abril, el aquelarre de los biempensantes vuelve a la carga. En este día, lo que toca es glosar lo maravillosos que son los libros, como si todos ellos fueran uno (los glosadores y los glosados), ánimas benditas de una nueva religión.
La observación empírica y el más elemental sentido común nos ayuda a razonar que no todos los libros son maravillosos. Con un examen más detallado y un mínimo de sentido de crítica lo que se concluye es que pocos son los que merecerían siquiera un hueco en el anaquel más despejado.
Este paseante es de los que nació en otro mundo, ya desaparecido, donde a los libros se les concedía el respeto que también se daba a las personas. Cualquier volumen que caía en tus manos se sostenía con el respeto que merece un ser vivo: ni se le golpeaba, ni se forzaban sus costuras, ni se le quebraban las esquinas de las páginas a falta de marcador. Nos enseñaron a quienes fuimos niños que los libros no se tiraban, sino que se guardaban para que te acompañasen toda la vida. Y en efecto, así lo hacen, aunque muchos de ellos languidezcan a oscuras, guardados en cajas a falta de estanterías.
De haber nacido en este mundo y no en aquel, aborrecería de la orgía de azúcar literario del 23 de abril, siquiera por prudencia y con ánimo de supervivencia. El libro es cada vez más un símbolo, un tótem y una excusa pero ya no lo que fue… que era para lo que valía.
Hasta la última generación intensamente lectora, que vio la luz antes de que empezara este siglo de nuestras pandemias, el libro era un lugar de encuentro entre tú y el otro. Para leer hay que estar solo, incluso en un vagón de metro. ¿Cómo estar a solas contigo mismo en una época como esta, que aborrece la soledad como si fuera el preludio de una enfermedad mental? Y estar solo, además, con el propósito de re-crear mundos, que serán de tu exclusiva propiedad, sobre las pistas dejadas en un papel por quien las escribió. Demasiado riesgo, demasiado esfuerzo para el pantojismo y el rociismo que nos anega.
El libro ha muerto, como murieron las cartas de amor tan vivas hasta anteayer. El libro ha muerto como murieron las tablillas de arcilla de las tierras de Ur o de Nínive, que convirtieron por primera vez el alma en materia. El libro ha muerto, aunque su presencia física engañe a algunos: son los restos del naufragio los que llenan los estantes de las casas o de las bibliotecas, fantasmas a punto de iniciar un camino errante como ya lo hacen las epístolas entre los novios o los símbolos cuneiformes del Código de Hammurabi. El libro ha muerto y son, aunque duela reconocerlo, los fantasmas que nos anuncian a nosotros mismos.
A este paseante se le cruzó hace días un paciente peatón, de los que hablan pausado y escuchan con paciencia. Gracias a eso, le pude citar a Chamfort, ese desconocido. Gracias a Amazon, es posible tener en casa y en dos días, por menos de 10 euros, una edición de bolsillo de sus «Máximas y pensamientos». Es una sucesión de verdades amargas tan insoportable que causan al lector algo parecido al dolor físico. A su autor, que era un hombre inquebrantablemente libre, esas reflexiones le causaron tantos problemas con la Corte del último rey francés como con los animosos asesinos revolucionarios que le sucedieron. Lo que hoy tenemos es una parte, mínima, de lo que dejó por escrito… que fue aquella que se libró del atemorizado expurgo de sus herederos.
Hubo que esperar siglo y medio para que en los Estados Unidos de Norteamérica, que es como nadie llama al país que mana leche y hiel, naciera alguien parecido. Se llamó Lenny Bruce y no llegó a vivir la fama de los monologuistas de Youtube, porque murió en 1966, a los 40 y de sobredosis. Lo que escribió, una autobiografía, la publicaron por entregas en «Playboy», revista que combinaba tetas y neuronas como nunca consiguió el celtibérico «Interviú». Ahora también se puede conseguir en Amazon, que bendice sin pretenderlo tanta irreverencia, resucitada con un libro entre tanto libro muerto.
Lenny Bruce apenas apareció en la televisión y, por tanto, las imágenes que quedan de él son escasísimas. Pero era un genio que anticipaba todo lo que habría de venir, décadas después: la prevalencia de la voz y la imagen sobre el texto escrito, la implacable censura de las masas sobre el individuo… y lo raro que resulta encontrar a quien diga lo que piensa, sobre todo con el muy necesario propósito de ofender a los que ya salen ofendidos de casa.
A Chamfort lo mató el Antiguo Régimen y a Bruce lo condenaron repetidamente los guardianes del actual, hasta que se hartó y descansó, con una jeringa en el brazo.
Los libros están muertos, que nadie lo dude. Los que aún salen de las imprentas obedecen más a la vanidad de sus autores, al hastío del lector aburrido o a la genialidad del penúltimo agente literario. Lo que vive, lo que pervive y pervivirá (esperemos que para siempre) es el pensamiento libre, tanto si está escondido entre el papel o encerrado en los algoritmos de Google, a la espera de que alguien lo rescate.
Tu obligación es cogerlo al vuelo, venga por donde venga. Y disfrutarlo. Y practicarlo.