Ha ocurrido este miércoles en Guadalajara, aunque no pasará a los anales de la ciudad.
Enfrascados como están los políticos con mando en plaza en sus cosas, que no suelen ser las nuestras, ninguno habría caído en la cuenta, aunque lo hubiera visto.
Ella ronda esa edad indefinible, en la veintena más cuajada de años y experiencia. Su cara apunta melancolías, con el rostro sin afeites, los labios finos y sin pintar, la sonrisa ausente.
Se ha buscado un rincón del bar como un baluarte improvisado para sus cosas, hasta hacer de ese espacio un pequeño universo en propiedad, por el precio de un zumo de naranja (que ya ha bebido) y sin hipotecas.
Mantiene el rostro imperturbable y solo lo mueve ligeramente para seguir el curso de las páginas de un libro, abierto como una hogaza de pan fresco encima de la mesa.
Lee sobre el papel con la parsimonia que es imposible cuando los ojos se deslizan sobre la pantalla de un teléfono móvil, como en estos mismos momentos hacen otros parroquianos, entre el bullicio parloteador del resto y los afanes de la camarera, capaz de ordenar lo que en otras manos sería un puro caos.
Que no haya silencio no importuna a la lectora, que mantiene la atención sobre la novela y el brazo izquierdo inmóvil sobre el regazo, como el cuello lánguido de un cisne sin Danubio.
Ya se ha acabado mi café y la excusa para mirarla, de tapadillo.
Ella lee. Es su milagro, en días de letras fugitivas y estupideces rampantes.
Escrito quede. Escrito queda.