Un año después, este paseante aún no se acostumbra a llevar mascarilla más allá de lo imprescindible. Cuando llega una de las muchas cuestas de esta ciudad, el bofe se pierde y con ello, también la paciencia. Algo similar a cuando has de pasar hora y media sin moverte, entre otros congéneres también sentados, intentando revivir el teatro como siempre fue. Pero ahora no es como era. ¿A cuántos pudo resultarles excesiva la convalecencia en tan riguroso silencio durante todo ese tiempo, respirando flojito detrás del embozo? A este que les escribe sí que se lo resultó en el último día del mes de febrero de 2021, en Guadalajara.
Este domingo, el aforo del Teatro Buero Vallejo se había reducido a menos de un tercio, para así cumplir lo decidido por ignotos expertos en contagios públicos. Al final, resultaron ser las medidas adecuadas para quedarte a escasos centímetros de la señora de delante y a un metro de la de al lado mientras José Sacristán hacía su función sobre el escenario.
En los corrillos previos, lo general no era preguntar por la obra sino por el actor, del que no se glosaban méritos previos sino del que se quería saber, incluso recurriendo al oráculo de Google, su exacta edad. Una puñetera grosería esa de calibrar a una gloria española por sus años pasados o por los que puedan quedarle por delante, sin reparar en más.
Al menos, el de Chinchón se cobró su cuota cuando fulminó durante medio minuto, sin mover un músculo, sin un pestañeo y sin apartar sus ojos de fuego helado sobre ella, a la espectadora que hurgaba desesperada en el bolso mientras el móvil no dejaba de sonar. Treinta segundos que parecieron siglos con 300 espectadores atónitos ante el tenso espectáculo.
Por entonces ya iba casi mediada la función, tal y como la dejó montada el difunto Pepe Sámano, sobre texto del difunto Miguel Delibes en recuerdo de su difunta señora, que vestida de rojo sobre fondo gris no aparece hasta la última escena. Se proyecta en un lateral el óleo real de Ángeles de Castro, un jalón (o un jirón) más de esta historia desgarrada y desgarradora por demasiado fiel a la verdad. Porque, al menos para este paseante varado en su asiento, asistir a esa representación era como estar en casa ajena, reviviendo con un náufrago el momento en que el barco zozobró y se fue a pique.
La novela, y la obra de teatro también, supone un brutal ajuste de cuentas de Delibes consigo mismo y con la vida; tan descarnadamente, que incomoda.
Que un hombre tan cerrado en sí, hasta el punto de resultar hosco para tantos, se abriese en canal años después de la temprana muerte de la esposa es un ejercicio que intimida, tanto si lo lees como si lo escuchas, aunque sea en la tronante voz de Sacristán.
Fuera por eso o por una incipiente hipoxia provocada por la mascarilla, con su consecuente alteración del riego cerebral, lo cierto es que este que les escribe intentó abstraerse a ratos del texto del novelista, para quedarse con la música del discurso del autor. Y en esas, creyó descubrir una sinfonía de matices que harían comprensible lo esencial de su actuación incluso a un espectador que no entendiera ni una palabra de español. Conseguir eso en un montaje sobrio, dentro de un monólogo y sin un solo aspaviento sólo pueden hacerlo los grandes de la escena, como José Sacristán.
Media docena le aplaudió en pie cuando cayó el telón. Todos los presentes le ovacionaron, sentados, desde detrás de sus mascarillas. Tanto los que sabían que ya ha cumplido los 83 como aquellos a los que nos importa un carajo la edad que tienen los genios que son ya parte de nuestra propia historia.