En Guadalajara, algunos tendrían que aprender de Charleroi. Los belgas, que no tienen un país sino dos (uno para los flamencos; otro, para los valones) han conseguido prestigiar el hecho de que una de sus ciudades ostente el título oficioso de ser «la más fea del mundo». En el caso de España, el título se lo disputan desde tiempo inmemorial Badajoz y Guadalajara, con incursiones esporádicas de Huelva y otras capitales, que hacen méritos constantes, pero sin alcanzar a las de cabeza.
Para llegar a su puesto de privilegio, Charleroi ha tenido que pasar por una larga historia como emporio industrial humeante y cutre, devenido después en un páramo en crisis total, paro y abandono. Pero ha resucitado. Hasta rutas turísticas tienen.
Entre la muerte y la resurrección, a Charleroi se la empezó a conocer como el lugar de encuentro de algunos de los mejores dibujantes del continente. A diferencia de la un tanto remilgada Escuela de Bruselas (con Hergé y su Tintín al frente), los carolos arroparon a genios mucho más gamberros del lápiz y la tinta china, capaces de crear personajes como Spirou, Marsupilami, Lucky Luke y hasta Los Pitufos, que también tienen lo suyo en cuanto a iconoclastia soterrada se refiere.
Desde entonces ha llovido, pero la referencia permanece. Y de algo les vale.
¿Qué es lo que hace reconocible a Guadalajara? Más allá de los bizcochos borrachos (quien los encuentre), el Palacio del Infantado o el Panteón, poco más. Y por encima de todo, lo que identifica a Guadalajara para cientos de miles de personas es la A-2, con el único propósito de dejar atrás la ciudad todo lo deprisa que permiten las limitaciones de velocidad.
Por ahora, quizá sea mejor así. Da ahínos ver deambular a los ocasionales turistas que este tórrido verano pisan las calles de la capital de la Alcarria, desiertas hasta de aborígenes. Se mueven cansados, más perdidos que el ayer, sin rumbo y sin nada que llevarse a la cámara del móvil, si acaso ocasionalmente embobados con algún escaparate tirando a kitsch.
Para darle la vuelta a la dura realidad se ha intentado convertir a Guadalajara en la Ciudad del Cuento. Algo se ha conseguido, sobre todo más allá del mes de junio, durante el resto del año.
Ha sido el fotógrafo de LA CRÓNICA el que, sin pretenderlo, ha provocado este artículo. Suya es la imagen de esa Guadalajara de muros que marcan solares, muros que limitan locales que nunca han sido comercio, muros que esperan murales, muros que se alzan a la que alguien asoma la cabeza con algo diferente. Como si esa fuera nuestra verdadera seña de identidad.
¿Catastrofismo? Quizá. Disculpará el lector, pero habrá que compensar de algún modo el torrente de entusiasmo preelectoral que se nos avecina, entre cuatrienales promesas de futuro.
Hoy, y por ahora, solo somos el reflejo de un reflejo, nacido en una pared.