Después de la noche viene la madrugada y tras esta, el amanecer. Con las primeras del alba es cuando puede hacerse recuento cabal de lo que el exceso hormonal y la falta de seso han dejado, como un rastro de estupidez, por las calles de la ciudad.
El observador atento podrá colegir que el mundo se divide en tres grupos bien diferenciados: los que critican a los gamberros, los que los justifican y los que se desentienden de esta como de cualquier otra cuestión. Sustituya gamberros por políticos y verá que la cosa también coincide. Ganan los indiferentes.
Que a un bar de la Calle Mayor le desparramen las sillas y las mesas con la ayuda de la ley de la gravedad no es, en su pura esencia, grave. Que a un pub de lo que un día fue calle Bardales le roben el letrero (como bien reseñó el compañero Chismorreador este viernes), sube un grado en la escala de lo canalla. Que para robarte te apuñalen, como sucedió días pasados en la ciudad, entra de lleno en la crónica de Sucesos, que en este periódico engorda un poco más cada día, si las cuentas no fallan.
Al final, o incluso en el principio, todo pasa por elegir entre ser apocalíptico o integrado, como bien señaló el maestro Umberto Eco, ese lúcido italiano apenas muerto y ya olvidado.
La ciudad, que es obviamente Guadalajara, se despertaba este sábado con las legañas propias del final de una semana. Sus gamberros, que los tiene, no suelen pasar de gamberritos. Los hijos de puta, que también le crecen, son los que nos deberían preocupar. Con o sin navaja. Engañando a viejos en sus casas o robándoles cadenas en las aceras. O metiendo mano en el dinero ajeno, saqueando lo público en beneficio privado.
Mientras, en esta misma mañana que clarea en anuncio de primavera, dos parejas de incautos turistas cincuentones intentan llevarse algo a la retina, aferrados a un plano turístico con poco que turistear entre las calles vacías de gente y sin monumentos. Puede que no lleguen a entender lo que es esta Guadalajara. Los que aquí vivimos, tampoco. Y, menos aún, saber cómo arreglarlo.