En esta tierra de extremos, y no sólo en lo político, te asfixias durante el día y casi pasas frío cuando amanece. Así es Castilla y, por extensión, España. Como para mostrar perplejidad ante nuestra falta de ponderación en las cosas cotidianas.
De unos años a esta parte, por las calles de las ciudades ya no es que se echen de menos las corbatas y las americanas (proscritas desde hace una década, por lo menos) sino que el calor hace que muchos hombres anden sobre sandalias y en calzones, luciendo canillas blancas, pelos negros hacia la entrepierna, camisetas que remarcan la barriga cervecera y gorras que coronan la tonsura del calvo. Abundan los adefesios, sin decoro y sin freno.
Es con el asfalto fundido bajo nuestros pies cuando más sospechamos que la urbanidad se ha refugiado en los pueblos, entre los viejos con billete sacado para el último viaje. Los del bastón y el sombrero, las del vestido floreado y el peinado con permanente, esos ancianos que comparten las escasas sombras arrimados a la pared con el solemne galgo y el gato somnoliento, aislándose como pueden del bullicio de los veraneantes, son ya casi el último ejemplo de la compostura indumentaria.
Hace muchos milenios que el vestido vale más por lo que disimula ante los demás que por lo que protege de las inclemencias. Eso lo saben bien, sin necesidad de pensarlo, los más inteligentes. Lo desdeñan, los zafios.
La verdad más universal, mientras los físicos no se pongan de acuerdo para resolver los misterios cuánticos, es que todos somos feos. Unos más que otros, claro, pero lo más general es que la fina capa que mantiene las vísceras al resguardo del aire esté llena de imperfecciones.
El mejor muestrario de cómo somos realmente lo encontramos, con cada estío, en las piscinas. Un escaparate tan variado como mortífero, si no se administra uno adecuadamente la dosis.
Desde las carnes más opulentas a los cuerpos más enjutos y llenos de pellejos, podemos recorrer con nuestros ojos lo evidente, porque las normas del baño lo dejan al alcance de nuestra mortificada vista: los múltiples tatuajes de ese gañán treintañero que suda anabolizantes; el delfín en la espalda de la horterilla de al lado; las lorzas inconmensurables e incontenidas de todas las suegras desparramadas en inestables biquinis: ¿terminarán pudiendo más los escondidos soportes o la fuerza de la gravedad?
Una de las imágenes más desoladoras de cuantas nos han llegado del exterminio de los judíos en la Alemania nazi reflejaba el momento en que largas filas de mujeres –o de hombres, según el caso– habían sido forzados a desnudarse a la espera de su destino. Esos cuerpos habían sido despojados de la ropa y, en buena medida, de su dignidad. No estamos ante una masa informe sino ante un sucesión, dolorosísima, de individuos que intentan recomponer su situación ante el mundo mientras se tapan con las manos lo que pueden y esconden el dolor dentro de su cuerpo, tan ajado y triste como el de todos los demás.
Los griegos clásicos y Hugh Heffner compartieron el propósito de inventarse un canon de belleza humana que sólo ha existido en las esculturas de pentélico y en el «Playboy», igualados en su falsedad. Aunque dé gusto mirarlo.
Si aún no renegamos del civismo, deberíamos empezar por asumir que lo que nos muestra cada mañana el espejo del cuarto de baño está más cerca de un cuadro de Lucien Freud que del inalcanzable ideal de belleza de los últimos 2.500 años, sin turgencias que llevarnos a las pupilas ni líneas armoniosas que ofrendar a los demás viandantes, esos que bastante tienen con lo suyo como para hacerles compartir también nuestros horrores. Lo de las piscinas habrá que darlo por perdido, como condena de la Humanidad.
La tauromaquia, que es fuente inagotable de recursos retóricos, nos da la solución. En el callejón, cuando el toro se conduce por la arena con aviesas intenciones, no es raro escuchar al mozo de espadas proferir el consabido «Tápese, maestro», para evitar una cogida. Pues eso: tápense. Si aún están a tiempo.